Ahora que la editorial Páginas de Espuma va a sacar una edición con todos los cuentos de Chéjov, me gustaría redactar unas líneas sobre ellos; empresa fácil y complicada a la vez, por ser uno de los autores favoritos de muchos de nosotros, el padre del cuento moderno, y difícil, porque sobre él ya se ha dicho casi todo. Respecto a su forma natural y sencilla de escribir recibió muchas críticas de sus coetáneos, quienes le ninguneaban. Chéjov se quejaba de ello en sus cartas y hacía referencia a cómo había en Moscú un millar de escritores que no sólo no lo valoraban sino que cada uno de ellos estaba convencido de su propia importancia.
El magisterio de Chéjov como cuentista es indudable (todavía es posible rastrear su ascendencia en numerosos autores de todo el planeta, Carver y los hijos literarios de Carver entre ellos), pero si dejamos a un lado los cuentos, ¿qué nos queda de Chéjov? Quedan sus valiosas obras de teatro (La gaviota, El jardín de los cerezos, El tío Vania) y queda alguna novela, como esta que hoy nos ocupa. Pero si bien Chéjov es, como decimos, destacado autor en los territorios del cuento y del teatro, no ocurre lo mismo con la novela, porque, como recuerda Ricardo san Vicente, autor de la introducción en la edición de Alianza, este género se le daba mal. Esa es la percepción que se tenía (o se tiene), tanto que incluso se le niega la condición de novela a este libro que efectivamente lo es, y que muchos rebajan a relato largo (Se entenderán las cursivas). Ricardo San Vicente, bien documentado, rescata las palabras del editor A. Suvorin tras la muerte de Chéjov: