«Vida y destino», de Vasili Grossman

 

Vida y destino, Vasili Grossman
Vasili Grossman, autor de Vida y destino. Fuente de la imagen

Vida y destino, de Vasili Grossman

José Sánchez Rincón

Como reportero del diario Estrella Roja, como testigo de la batalla de Stalingrado, Vasili Grossman (Berdychev, 1905-Moscú, 1964) nos cuenta los destrozos de la guerra, los actos heroicos, la adrenalina, el miedo de los combatientes… “En primera línea se enterraba a los caídos, y los muertos pasaban la primera noche de su sueño eterno junto a los fortines y las trincheras donde los compañeros escribían cartas, se afeitaban, comían pan, bebían té y se lavaban en baños improvisados… Todos ellos eran jóvenes y se sentían felices de seguir con vida una mañana más, de poder levantar una vez más una taza de hojalata, aspirar el humo de un cigarrillo…”.

Pero el autor no sólo describe la guerra. Stalingrado es el lugar donde confluyen todas las historias, pero son innumerables las situaciones y personajes del libro. Los principales pertenecen a la familia Sháposhnikov. Liudmila, casada con Shtrum, físico nuclear, perseguido y luego rehabilitado por Stalin, y Zhenia, que duda entre el amor de Krímov, a quien no puede abandonar en la cárcel, y Nóvikov, coronel de tanquistas. “Krímov tenía la impresión de que la historia había dejado de ser un libro, desembocaba en la vida, se confundía con ella”.

Vida y destino es una novela muy extensa (1104 páginas), escrita de forma tan directa, natural, realista y efectiva que, a veces, roza el folletín y lo fragmentario; pero cualquier reparo que podamos ponerle queda neutralizado por la fuerza narrativa, la verosimilitud y la humanidad exenta de maniqueísmo que rezuma; incluso cuando describe a los soldados alemanes.

El autor nos ofrece datos escalofriantes del fascismo y de los campos de concentración, de la muerte de miles de personas que son sumisas y cavan sus propias tumbas mientras discuten en la cola quién va primero, y también hay páginas de gran ternura, como cuando Liudmila Nikolayevna acude a recoger las pertenencias de su hijo muerto.

El libro es una minuciosa disección de los sentimientos de los protagonistas, de cómo les afectan los hechos históricos y las miserias cotidianas y cómo se sobreponen a ello. Donde todo lo corrompe el miedo, hay hombres que se mantienen firmes aún sabiendo que lo perderán todo.

“Todos eran débiles, tanto justos como pecadores. La única diferencia era que un hombre miserable, cuando realizaba una buena acción se vanagloriaba de ella toda la vida, mientras que un hombre justo no reparaba en sus buenas acciones, pero recordaba durante años un pecado cometido”.

Vasili Grossman da un puñetazo en la mesa, pero no lo hace con el puño, sino con el lado más humano y frágil que tiene el hombre, que nos interesa tanto o más que el marco histórico, la guerra, el miedo al Estado… Y con su denuncia de la situación pone en riesgo su existencia y la de su novela, que fue requisada y que él pensó se perdería para siempre.

Aunque este libro, a veces es tildado de excesivo, de que la trama no está perfectamente definida y no se entiende del todo, hay que decir que así es precisamente la vida y más en tiempos de guerra; los personajes aparecen y desaparecen, aman y odian, sufren y cambian. Vida y destino es comparada a menudo con Guerra y Paz y sólo hay que leer algunos de sus párrafos para comprender el motivo.

Vida y destino, Vasili Grossman
Vida y destino, de Vasili Grossman (Galaxia de Gunterberg, 2007)

 

“De nuevo, por milésima vez, Krimov experimentó el dolor de la soledad.  Zhenia le había abandonado…

De nuevo, con amargura, pensó que la partida de Zhenia expresaba la dinámica de toda su vida: él seguía allí, pero al mismo tiempo no estaba. Y ella se había ido.

De nuevo pensó que debía decirse a sí mismo muchas cosas atroces, implacablemente crueles…

No podía seguir cerrando los ojos, tener miedo…

La música parecía haber despertado en él el sentido del tiempo.

El tiempo, ese medio transparente en el que los hombres nacen, se mueven y desaparecen sin dejar rastro. En el tiempo nacen y desaparecen ciudades enteras.  Es el tiempo el que las trae y el que se las lleva.

En él se acababa de revelar una comprensión del tiempo completamente diferente, particular. Esa comprensión que hace decir: “Mi tiempo…”, no es nuestro tiempo.

El tiempo se cuela en el hombre, en el Estado, anida en ellos, y luego el tiempo se va, desaparece, mientras que el hombre, el Estado, permanecerán. El Estado permanece, pero su tiempo ha pasado… Está el hombre, pero su tiempo se ha desvanecido… ¿Dónde está ese tiempo? El hombre todavía piensa, respira y llora, pero su tiempo, el tiempo que le pertenecía a él y sólo a él, ha desaparecido.  Pero él permanece.

Nada es más duro que ser hijastro del tiempo. No hay destino más duro que sentir que uno no pertenece a su tiempo. Aquellos a los que el tiempo no ama se reconocen al instante, en la sección de personal, en los comités regionales del Partido, en las secciones políticas de ejército, en las redacciones, en las calles…  El tiempo sólo ama a aquellos que ha engendrado: a sus hijos, a sus héroes, a sus trabajadores. No amará nunca, nunca a los hijos del tiempo pasado, así como las mujeres no aman a los héroes del tiempo pasado, ni las madrastras aman a los hijos ajenos.

Así es el tiempo: todo pasa, sólo él permanece. Todo permanece, sólo el tiempo pasa. ¡Qué ligero se va, sin hacer ruido! Ayer mismo todavía confiabas en ti, alegre, rebosante de fuerzas, hijo del tiempo. Y hoy ha llegado un nuevo tiempo, pero tú, tú no te has dado cuenta.

El tiempo desgarrado en el combate, emergía del violín de madera contrachapada del peluquero Rubinchik. El violín anunciaba a unos que su tiempo había llegado, a otros que su tiempo se había acabado”.

           

“Liudmila cubrió con el faldón del abrigo los pies de Tolia. Se quitó el pañuelo de la Cabeza y lo envolvió alrededor de la espalda de su hijo.

−Dios mío, esto no se hace, ¿por qué no te han dado una manta?  Cúbrete al menos los pies.

Se encontraba en un estado de semiinconsciencia en el que continuaba hablando con su hijo,  le reprochaba por sus cartas demasiado breves. Se despertaba de aquel letargo y volvía a colocarle bien el pañuelo que el viento había movido.

Qué bien estaban los dos solos, sin que nadie los molestara. Nadie quería a Tolia. Todos decían que era feo porque tenía los labios gruesos y prominentes, porque se comportaba de un modo extraño, porque era violento y susceptible. A ella tampoco la quería nadie, los suyos sólo veían en ella defectos. Mi pobre niño, tímido, torpe, hijito querido… Sólo él la amaba, y ahora, de noche, en aquel cementerio, permanecía a su lado, nunca la abandonaría, y cuando se convirtiera en una viejecita inútil para todos, él seguiría amándola…  Qué desarmado estaba ante la vida. Nunca pedía nada, era tímido, ridículo; la maestra dice que en la escuela es el hazmerreír de todos, que le toman el pelo hasta sacarlo de quicio y él llora, como un niño pequeño. Tolia, Tolia, no me dejes sola.

Se hizo de día; un resplandor rojo, helado se encendió sobre la estepa del Volga. Un camión pasó rugiendo por la carretera.

Su locura había pasado. Estaba sentada junto a la tumba de su hijo. El cuerpo de Tolia estaba cubierto de tierra. Él ya no estaba.  Liudmila se miró los dedos, sucios, el pañuelo revolcado por el suelo; tenía las piernas entumecidas, notaba la cara sucia. Le picaba la garganta. Le daba lo mismo. Si alguien le hubiera dicho que la guerra había terminado, que su hijo había muerto, si le hubieran puesto al lado un vaso de leche caliente y un trozo de pan tibio, no se habría movido, no habría extendido la mano. Permanecía sentada sin angustia, sin pensamientos.  Todo le resultaba indiferente, inútil.

Sólo quedaba un dolor constante que le encogía el corazón, le oprimía en las sienes. El personal del hospital y un médico con bata blanca decían algo de Tolia, y ella veía el movimiento de sus labios, pero no oía las palabras. La carta que había recibido del hospital se le había caído del bolsillo del abrigo, pero no tenía ganas de recogerla del suelo, de sacudirle el polvo. No pensaba en cuando Tolia tenía dos años y todavía caminaba balanceándose inseguro, siguiendo con paciencia y perseverancia un saltamontes que saltaba de aquí para allá…

De repente se acordó de cuando Tolia había cumplido tres años; por la tarde bebiendo té y comiendo pastel, le había preguntado:

−Mamá, ¿por qué está oscuro si hoy es mi cumpleaños?

Vio las ramas de los árboles, las lápidas pulidas del cementerio que brillaban con el sol, la tablilla con el nombre de su hijo, “Shaposhn”, escrito con letras grandes, e “ikov” en caracteres diminutos, todos apretujados unos contra otros.  No pensaba, no tenía voluntad. No tenía nada.

Se levantó, recogió la carta, quitó con las manos entumecidas los granos de tierra del abrigo, lo limpió, se frotó los zapatos, sacudió durante un buen rato el pañuelo… Se lo puso en la cabeza, con el dobladillo se quitó el polvo de las cejas, se limpió la sangre de los labios y la barbilla.

Se dirigió hacia la salida sin mirar atrás, sin prisa, sin nada”.

           

“La mayoría de los hombres que viven en la tierra no se proponen como objetivo definir el “bien”. ¿En qué consiste el bien? ¿Bien para quién? ¿De quién? ¿Existe un bien común, aplicable a todos los seres, a todas las tribus, a todas las circunstancias? ¿O tal vez el bien para mí es el mal para ti y el bien de mi pueblo, el mal para el tuyo? ¿Es eterno e inmutable el bien, o quizás el bien de ayer se ha transformado en el bien de hoy?

El bien de los primeros cristianos que abrazaba a toda la humanidad, dio paso al bien exclusivo de los cristianos, mientras que junto a él coexistía el bien de los musulmanes, el bien de los judíos.

Con el transcurso de los siglos, el bien de los cristianos se escindió y surgió el bien de los católicos, el de los protestantes y el de los ortodoxos.

Y también existían el bien de los ricos y el bien de los pobres. Y el bien de los amarillos, el de los negros, el de los blancos.

Y esa fragmentación dio lugar al bien circunscrito a una secta, una raza, una clase; todos los que se encontraban más allá de tan estrecho círculo quedaban excluidos.

Y los hombres tomaron conciencia de que se había vertido mucha sangre a causa de ese bien pequeño, en nombre de la lucha que ese bien libraba contra todo lo que se consideraba como mal.

Y a veces, el concepto mismo de ese bien se convertía en un látigo, en un mal más grande que el propio mal que se quería combatir.

Un bien así no es más que una cáscara vacía de la que se ha caído la semilla sagrada.

Aquellos que luchan por su propio bien tratan de presentarlo como bien general. Por eso proclaman: mi bien coincide con el bien general, mi bien no sólo imprescindible para mí, es imprescindible para todos”.

Así, tras haber perdido el bien su universalidad, el bien de una secta, de una clase, de una nación, de un Estado asume una universalidad engañosa para justificar su lucha contra todo lo que él conceptúa como mal.

Pero lo más triste de todo esto es lo siguiente, y es un hecho indiscutible: cada vez que asistimos al amanecer de un bien eterno que nunca será vencido por el mal, cada vez que asistimos a ese amanecer mueren niños y corre la sangre”.

 

“Yo vi la fuerza inquebrantable de la idea del bien social que nació en mi país. Vi esa fuerza en la colectivización total, la vi en 1937. Vi cómo se aniquilaba a las personas en nombre de ese ideal. Vi pueblos enteros muriéndose de hambre, vi niños campesinos pereciendo en la nieve. Vi trenes con destino a Liberia que transportaban a cientos y miles de hombres y mujeres de toda Rusia acusados de ser enemigos de la grande y luminosa idea de bien social.

Ahora el gran horror del fascismo alemán se ha levantado sobre el mundo. El aire está lleno de los gritos y gemidos de los torturados. El cielo se ha vuelto negro, el sol se ha apagado en el humo de los hornos crematorios. Pero estos crímenes sin precedentes fueron cometidos en nombre del bien.

Las personas saben cómo vencer el miedo; los niños caminan en la oscuridad, los soldados entran en combate, un joven da un paso adelante para saltar al vacío en paracaídas.

Pero aquel otro miedo, particular, atroz, insuperable para millones de personas, estaba escrito en letras siniestras de un rojo deslumbrante en el cielo plomizo de Moscú: el miedo al Estado…

El fin superior de la revolución libera de moral a los delatores; explica por qué un hombre, en aras de la felicidad del pueblo, debe empujar a inocentes a un fosa, abandonar a los niños cuyos padres acaban en un campo penitenciario; por qué la esposa que se ha negado a denunciar al marido inocente debe ser apartada de sus hijos y enviada a un campo de trabajo. 

La fuerza de la revolución se había aliado con el miedo a la muerte, el terror a la tortura, con la angustia que atenaza a aquel que siente sobre sí el aliento de los campos de concentración”.

 

“La gente de los campos, la gente de la cárcel, la gente que no tiene esperanza conoce el extraordinario poder de la música. Nadie siente la música como los que han conocido la prisión y el campo, como los que marchan hacia la muerte.

La música que roza al moribundo no resucita en su alma la esperanza ni la razón, sino el milagro agudo y sobrecogedor de la vida.

¿Cómo se puede transmitir la sensación de un hombre que aprieta la mano de su mujer por última vez? ¿Cómo describir la última y rápida mirada al rostro amado? ¿Cómo se puede vivir cuando la memoria despiadada te recuerda que en el instante de aquella despedida silenciosa tus ojos parpadearon para esconder la grosera sensación de alegría que experimentaste por haber salvado la vida?  ¿Cómo puede ese hombre enterrar el recuerdo de su esposa, que le depositó en la mano un paquete con el anillo de boda, algunos terrones de azúcar y unas galletas?

Ahora, las manos que él ha besado, los ojos que se iluminaban con su llegada, sus cabellos cuyo olor podía reconocer en la oscuridad, estarán ardiendo. ¿Cómo es posible que pida un lugar más cercano a la estufa en el barracón, que repare la suela rota de su bota, que sostenga la escudilla bajo el cucharón que sirve un litro de líquido grisáceo? ¿Es posible que respire o que beba agua? Y en los oídos resuenan los gritos de los hijos, el gemido de la madre”.

 

 

“Él yacía hecho añicos, inconsciente, con el lumbago y los riñones magullados después de la tortura.

En aquellas horas de amargura en que su vida se quebraba comprendió el valor del amor de una mujer. ¡Una mujer! Sólo ella puede querer a un hombre pisoteado por botas de hierro. Allí está él, cubierto de suciedad, y ella le lava los pies, le desenreda el pelo, acaricia sus ojos que se han vuelto apáticos. Cuanto más le han destruido el alma, cuanto más repugnante se ha convertido y más despreciable es para el mundo, más querido es para ella. Ella corre detrás del camión, hace cola en Kuznetski Most, en la valla del campo; hace de todo para mandarle bombones, cebollas; en el hornillo de petróleo cocina galletas; daría años enteros de su vida sólo por verle media hora…”.

 

“Estaban sentados en silencio… Ella tenía los labios fruncidos, pero a él le parecía oír su voz. Todo estaba claro, tan claro como si ya se lo hubieran dicho todo…  No quería causar sufrimiento a los demás; era mejor que nadie conociera su amor, tal vez ellos tampoco se lo confesaran.

Lo que ahora estaba sucediendo, la tristeza y la felicidad, era algo que no podían ocultarse, y eso conllevaba inevitablemente cambios que trastornaban sus vidas… Entre ellos había nacido algo verdadero, natural, no determinado por su voluntad, al igual que no depende del hombre la luz del día; al mismo tiempo aquella verdad generaba una irremediable mentira, una falsedad, una crueldad para con las personas más cercanas. Sólo de ellos dependía evitar esa mentira, esa crueldad; bastaba con rechazar la luz clara y natural.

Un hecho le resultaba evidente: en aquellos momentos había perdido para siempre la serenidad de espíritu. Fuera lo que fuese lo que les reservaba el destino, no encontrarían paz en su alma. Tanto si ocultaba sus sentimientos a la mujer que tenía al lado como si los dejaba aflorar y se convertía en su nuevo destino, él ya no conocería la paz.

No tendría paz ni en los momentos en que la añorara sin cesar ni cuando estuviera cerca de ella, atenazado por los tormentos de la conciencia”.

 

Título:  Vida y destino

Autor: Vasili Grossman

Género: Novela 

Primera edición:  1980 (en Suiza)

Edición comentada: Galaxia Guntenberg (2007)

Traducción del ruso: Marta-Ingrid Rebón Rodríguez 

 

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