“Todo eso y mucho más (la “verdadera” historia que se escondía detrás de la huida de Mark –por contraposición al relato novelesco de Ben–, y la lucha por conservar la casa, y el divorcio de Daphne, y la muerte de Nancy) está en las memorias de Ben; y sin embargo, curiosamente, no se menciona en ningún momento a Jonah o Anne Boyd; ni tampoco a mí, aunque ya no resulte tan curioso. No salgo ni una sola vez. Se me excluye totalmente. Al cabo del tiempo, pregunté cuál era la razón.
–Bueno, Denny –me respondió–, los escritores siempre tienen que elegir. No se puede meter todo en un libro. Además, tú nunca estuviste metida en el ajo del todo, ¿a que no? Te limitabas a estar…, no sé…, allí. Al margen”.
Este fragmento de una conversación entre dos personajes de la novela El cuerpo de Jonah Boyd, de David Leavitt (Anagrama, 2006), podría ser un buen ejemplo del uso del narrador-testigo, de obligado estudio en los talleres de escritura creativa. Efectivamente, Denny Denham, la secretaria del conocido psicoanalista Ernest Wright, no está a priori “metida en el ajo” de esta historia. Solo a priori. Conforme avanzan las páginas, el lector descubre que Denny está narrando no solo la vida de la familia Wright, a la que está fuertemente vinculada (como secretaria y amante del cabeza de familia; como compañera musical de Nancy, la esposa, con quien toca el piano a cuatro manos…), sino que está narrando también su propia vida, con lo cual al final deja de ser una simple espectadora.
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