3 relatos cortos de Silvia Zanetto

Ernesto Bustos Garrido ha seleccionado tres relatos cortos de la escritora italiana Silvia Zanetto (Venecia, 1961), con una minipresentación, al final, de la propia autora.

Tras los cuentos, Bustos Garrido nos ofrece un breve comentario.

El accidente

El “accidente” ocurrió justo en la tarde en la que decidimos casarnos. Íbamos caminando despacio, cogidos de la mano, los ojos bajos como si buscáramos las palabras en la acera, un nudo de inquietud y de felicidad todavía incapaz de explotar en gestos y alegrías.

Al final, nos sentamos a una mesilla en la terraza de un bar.

Y ella apareció: dos piernas largas sobre zapatos de tacón alto, vestido negro muy ajustado, cabello arreglado por un buen peluquero, maquillaje perfecto.

–¿Espera a alguien, señorita? –le preguntó el camarero.

No oímos la respuesta, pero vimos que la mujer se sentaba a una mesita detrás de la nuestra. Esperó diez o quince minutos, luego llamó otra vez al camarero, que enseguida volvió con una botella de champán. En la bandeja estaba un solo vaso.

Nosotros seguíamos cogidos de la mano, perdidos entre aquellos matices de gestos y miradas que vuelven inútiles las palabras. No obstante, de vez en cuando los ojos de ambos se despistaban, enganchados por aquella escena tan rara.

El camarero se había quedado un rato, hablando de tonterías con la mujer, mientras le vertía el vino. Luego se fue y ella se llenó otra vez el vaso: sus uñas relucían a cada movimiento de la mano.

Llenó el vaso otra vez. Y luego otra.

Llegó una pequeña gitana con un ramo de rosas rojas, y se acercó a la mujer.

–¿Quieres una rosa?

–Sí, gracias. ¿Cuánto vale?

–Para ti nada. Te la regalo, porque eres preciosa.

La mujer se levantó y abrazó largamente a la niña. Después, abrió la cartera y le dejó una propina generosa. La gitanilla le dio tres flores, siguió girando entre las mesas y al final se acercó a nosotros.

Mi novio me regaló una rosa.

–Tienes que dejarla secar y guardarla como recuerdo de esta noche –me dijo, y me besó.

Algo me empujó a mirar hacia la mujer y me di cuenta de que tenía los ojos fijados en nosotros.

Entonces la reconocí: era Soledad, todos la conocían en el bachillerato. Sobre todo los chicos, que se vanagloriaban de que la conocían de manera bastante intima, pero también las chicas la observábamos, por su manera tan desenvuelta de portarse que provocaba chismes y envidia.

Por supuesto, ella nunca se había fijado en mí, en aquella chiquilla delgada y un poco empollona de tres clases atrás. Sin embargo, ahora me observaba con una mirada indescifrable, que daba miedo y pena al mismo tiempo. Su rostro ya no parecía hermoso, sino feo, de una fealdad hecha de aspereza y soledad.

–¿Nos vamos? –le propuse a mi novio.

–Pues… sí, si quieres. Pero es una noche tan hermosa, parece casi de verano –me contestó–. ¿No quieres quedarte todavía un rato?

Él no la vio tambalearse sobre sus tacones demasiado altos, no pudo darse cuenta de que Soledad, completamente borracha, estaba a sus espaldas, a un paso de nosotros con el último vaso de champán en la mano temblorosa. Ahora sus uñas relucían más que nunca.

–¿Cómo te van las cosas, chiquilla? (me o nos dijo) Muy bien, me parece. En cambio, yo soy la estúpida que tiene que salir sola, la imbécil a la que quienquiera puede darle plantón, ¿qué te parece?

Mi novio la miró desconcertado, pero no tuvo el tiempo de preguntarse qué podría hacer. En un instante mi pelo y mi vestido nuevo estaban mojados de champán. Oímos un fragor de vidrio roto y el paso incierto de unos zapatos de tacón que se alejaban de toda prisa.

Un camarero acudió para ayudarme, el otro, el que había servido a Soledad, se dedicó a perseguirla, porque se le había olvidado pagar la cuenta.

–Pero, ¿conocías a esa loca? –me preguntó mi novio, cuando por fin conseguimos hablar de lo ocurrido.

–Puede ser –contesté. Y los dos estallamos a reír.

Luego nos fuimos: creamos nuestra vida, construimos nuestros sueños, y nos olvidamos de ella. Solo se nos ocurría hablar alguna vez del “accidente”, el que pasó justo en la tarde en la que decidimos casarnos.

Comentario: Uno siempre aprende de los otros que también escriben. Si no es una imitación de la trama o del estilo, se toma a veces un rasgo del relato, se anota, se recuerda y luego se usa adaptándolo a la propia historia de uno.

En este relato se muestran algunos aspectos que sería bueno precisar. Primero, el vino es una cosa y champán otra. Uno es sin gas y el champan lleva gas y es efervescente. ¿La mujer que llega al bar, es fea o llamativa? Pareciera ser que es atractiva, por la descripción inicial que se hace de ella. ¿Qué significado tienen las uñas que relucen? ¿Pudo darse otro desenlace para esta breve historia?

Sí, que el novio dejara plantada a la novia y se fuera con la misteriosa mujer, seducido por ella, por esa mirada felina, por esas uñas relucientes, por los peligrosos tacones altos de sus zapatos.

Ernesto Bustos Garrido

Una mirada

Cruzar este portal es como entrar en un oxímoron.

A no ser por los huéspedes, podrías pensar que estás en un hotel de lujo, con sus butacas de mimbre en el suelo de mármol de la recepción, el césped del claustro plagado de violetas y margaritas, y el parque, con sus abedules y encinas seculares, alegrado por matorrales de azalea llenos de pimpollos rojos.

Pero, nada más entrar, chocas con esas miradas vacías que te atraviesan, esas sillas de ruedas, esos gritos –¿ruegos, cantos de iglesia, rezos?–, esos pasos arrastrados por los pasillos, que te quebrantan las ilusiones. No, no es un hotel.

Los empleados llevan bata blanca y no son camareros.

Una señora no del todo anciana, vestido de seda y pelo bien arreglado, hojea un libro de arte encuadernado con cubierta rígida.

–¿Lo ves? –le pregunta a su marido–. Es el Discóbolo de Mirón. ¿Te acuerdas? Vimos una copia en el Museo Nacional de Roma.

Cuento de Silvia Zanetto

La cara del hombre no se inmuta, la cabeza permanece apoyada en el respaldo de la silla de ruedas, las manos temblorosas repiten un movimiento rítmico.

–Y mira esta foto, mi amor –sigue la mujer–. ¿Te acuerdas de nuestro viaje a Grecia, del Partenón? Te gustó tanto… Y este cuadro, mira, la Primavera de Botticelli. La vimos en Florencia. Mira las flores, se parecen a las que están en este jardín, tan hermosas. ¿Te acuerdas, Mario? Representa la vida que vuelve a florecer…

La mirada del marido, por un brevísimo instante, se vuelca hacia ella, antes de perderse otra vez en aquel mundo que ella no conoce.

–Me has visto, Mario –suspira la mujer tras la sombra de una sonrisa–. Me has visto hoy también.

Comentario: Una pincelada triste de personas cuyas vidas se escapan. El lenguaje paradigmático del pasado volviendo a un presente que la memoria rechaza o no es capaz de capturar en su esencia.

Ernesto Bustos Garrido

La maleta

Viviana apoyó la maleta sobre la cama y la abrió. Era un regalo de sus padres, por el examen de bachillerato: espaciosa, con una cerradura de combinación, del mismo azul marino del viaje de sus sueños. Aquel verano, toda la vida le pertenecía: el diploma, los dieciocho años, la maleta color océano.

La cerradura se abrió con un clic metálico. Después de dos años, aún olía a nuevo.

La luz de la tarde entraba oblicua a través de los postigos entreabiertos: no era tarde, todavía tenía tiempo.

Empezó por los pantalones: varios pares de vaqueros, que eran su atuendo habitual para ir a la escuela, con zapatillas y mochila. Los llevaba con jerséis largos y anchos, bastante pasados de moda, en los que escondía su deseo de gustar y de gustarse.

Pantalones negros, elegantes. Se los había puesto para ir a la fiesta de final de curso, con una camiseta de tirantes. Desde algunos días ya no llevaba gafas, sino lentillas, y unos mechones más claros iluminaban su melena un poco rizada. Estaba segura de que Mateo se daría cuenta de los cambios, pero él solo le había dirigido un “hola” distraído, y rápido como un golpe de tos, y se había ido riéndose con sus amigotes.

Puso en la maleta una falda: de tela brillante, no demasiado corta. Se la había puesto para su primera cita, cuando un día en el instituto inesperadamente Mateo le había pedido que saliera con él y a Viviana se le había caído al suelo el diccionario de inglés.

Y desde entonces, otras faldas y otras citas.

Y zapatos de tacón, claro, porque él era muy alto.

–Mejor que me dé prisa –pensó– antes de que Mateo llegue a casa.

Pero él nunca volvía temprano.

Puso en la maleta un chándal: por un tiempo, después de ir a vivir juntos, Mateo la había acompañado al gimnasio, los domingos por la mañana. Pero, ¿cómo se podía pedirle a un pobre chico, que trabajaba como un desesperado también los sábados, que se agotara en el gimnasio los domingos? Viviana se había comprado una bicicleta estática.

Vestido negro de encaje: se lo había puesto para ir a una fiesta con los amigos de Milán. Era un sábado por la noche, y Mateo había llegado tarde del trabajo, más tarde de lo habitual… Viviana lo había esperado por más de una hora, mirando desde la ventana los coches que pasaban por la calle, retocando el maquillaje y el peinado. Y luego, esa llamada: –Llego con retraso, mejor si vas sola. Y además, yo no le gusto a tus amigos y ellos no me gustan a mí.

Y Viviana había ido a la fiesta, había reído y bailado liviana, sin mirar el reloj. A su vuelta, él roncaba boca abajo, acostado en diagonal en la cama. Viviana había dormido en el sofá.

Vivían juntos desde hacía dos semanas.

–Me voy, esta vez me voy de verdad.

Puso en la maleta un montón de camisetas de varios colores.

Hotel Valtur, Apulia. Había ido con Sandra y Teresa. El lugar no era nada especial, pero al menos había ido de vacaciones. – Estará contenta Teresa, cuando le diga que tenía razón sobre lo de Mateo.

Camiseta de su equipo de fútbol. Esa sí, era una pasión que compartían, el fútbol, y además tenían al mismo equipo… pero aquel domingo que tenían que ir a ver el partido juntos, él había llegado a la cita con su amigo Mauro: –Ay, perdóname Viviana, se me ha olvidado avisarte…

Camisetas, blusas, jerséis se amontonaban en la maleta y cada prenda tenía su historia para contar.

Pero ahora era tarde, él podría llegar y sorprenderla preparando el equipaje.

Cerró la maleta y puso la combinación de la cerradura.

–La voy a utilizar de una vez –dijo–, bien, he terminado.

Sin sus pertenencias, los muebles a su alrededor cobraron un aire ajeno, como si nunca hubieran sido suyos. La habitación en la escasa luz del atardecer se había hecho más grande, parecía la de un hotel.

Apoyó la maleta al suelo con cierto esfuerzo y echó un último vistazo al cuarto.

Se acordó de la ruidosa alegría de cuando se había mudado a la casa, del entusiasmo de aquel día en que había puesto sus libros en la estantería, para que dialogaron con los de él.

Recordó la caja de cartón llena de baratijas de la que tanto se había sorprendido Mateo, de como él le había tomado el pelo por lo de los peluches, pero luego la había abrazado, y por primera vez habían hecho el amor en su cama.

Otro tiempo. Otro mundo.

Pero ya eran las siete. Había que darse prisa, Mateo volvería dentro de una hora. Y volvería hambriento, como siempre.

–Tengo que prepararle la cena –pensó, poniendo otra vez la maleta sobre la cama.

Volvió a abrir la cerradura y, como todas las veces, volvió a guardar cada cosa en su lugar.

Comentario: Este relato se refiere a las expectativas de felicidad de una mujer común. En un momento sobreviene la frustración, la rutina, la casi indiferencia de él. Un final que refleja el tedio o el desencanto de una relación apagada, marchita, y finalmente inútil.

Ernesto Bustos Garrido

Yo soy Silvia Zanetto

 (Venecia, 1961)

Me dicen que, para convertirme en una bloguera, tengo que escribir mi propia biografía.

No va a ser fácil, si no quiero aburrir desde el primer día a mis nuevos lectores, porque en mi vida no han pasado cosas excepcionales o novelescas.

Así que tuve que inventármelas, desde el principio.

Aprendí a bucear en los libros, a sumergirme en historias de las que podía salir solo para enfrascarme en otras. Y tomé el vicio de escribir desde niña: decidí pertenecer, cuando todavía era inocente, a la secta de los inquietos que no se conforman con leer, sino que también quieren escribir –bien o mal, no importa– sus propias historias.

En la primaria, componía pequeñas escenas de teatro que solía representar con mis amiguitas durante las fiestas de Carnaval. El colegio fue la época de los poemas, de los que el respeto por mí misma me impide hablar más. Luego vinieron los cuentos cortos, y con el pasar del tiempo me di cuenta de que lo que escribía no estaba tan mal y seguí mejorando.

Con un poco más de dinero en el bolsillo, a los viajes por el mundo de la fantasía se sumaron los viajes reales: por Italia y por Europa, al principio; pero llegué también alguna vez a traspasar las columnas de Hércules y a vislumbrar mundos tan lejanos del mío que soñé con no volver nunca y reescribir mi propia historia allá, donde el azul del cielo es diferente.

Mi vida profesional fue mi auténtico oxímoron existencial: un gran amor a la enseñanza y a los estudios que no encajaba con la repulsión hacia el papel de profesora en el que yo no podía caber.

¿ Y ahora?

Ahora soy una “chica” con bastante experiencia de vida, pero no dejo de luchar por mis sueños.

Acabo de escribir mi quinto libro. Otros son: Sandrino e lo gnomo; L’alpino sulla riva del mare; y Ma Francesco dov’è?

Soy la desempleada más ocupada que yo conozca.

Silvia Zanetto

Relato corto de Joaquim Machado de Assis: La causa secreta

Cuento de José Nogales y Nogales: Yo soy un corazón

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