
Me acuerdo con nostalgia de aquel verano, cuando yo tenía diez u once años, en que me dio por leer novelas del oeste. Mi familia había alquilado un apartamento en Cádiz que contaba con un receptáculo muy pequeño, quizá una antigua alacena, en la que los dueños habían instalado una cama. La estrechez de la pieza, sin ventanas, no permitía siquiera una mesita de noche, y aún menos una mesa de escritorio o un armario. Aun así, en aquella suerte de búnker encontré mi paraíso particular. Como digo, leía novelas de oeste: de Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane y otros escritores cuyos nombres he olvidado.
Eran narraciones mecanizadas, rígidas en sus tramas, sin grandes disquisiciones intelectuales, huérfanas de originalidad y articuladas mediante un lenguaje mundano. Podría escribirse un ensayo sobre los numerosos defectos y carencias de estos libros, pero me voy a limitar a señalar un punto a su favor: eran mis novelas, eran los libros que aquel verano me ayudaron a desvincularme del entorno familiar y crear mi propio espacio de imaginación y fantasía. Cansados de mi asilamiento, mis padres me afeaban mis idas y venidas al quiosco de turno, donde los pistoleros más rápidos del lugar imponían su ley.
Terminado el verano, las novelas del oeste dejaron de formar parte de mi vida, y por extensión de la de mi familia.
Con el paso de los años he aprendido a distinguir los libros que tienen calidad literaria de los que no, pero a la larga un buen libro es el que te hace sentir bien. Mi casa, atestada de volúmenes, es hoy, como la alacena secreta de aquel verano, mi paraíso particular.
