George Douglas Brown funda con esta novela de título tan memorioso la narrativa moderna de Escocia, publicada el año 1901. Todo es verde: las colinas, las arboledas, los paseos, las plazas, las tapias, los pozos de agua, los techos de las casas cubiertas de musgo verde, las pasiones, las malas palabras, los refajos de las viejas, las enaguas de las muchachas, etc…
Ernesto Bustos Garrido
La tentación de verlo todo de color verde

Está bien. El título del libro de George Douglas Brown indica claramente que se trata de una casa con postigos o persianas verdes y que esa característica la hace inconfundible en el pueblo escocés llamado Barbie (igual que la famosa muñeca). Está emplazada en lo alto de una colina y su propietario. John Gourlay, la hizo levantar allí como signo de poderío. El verde de las persianas refulge en todas direcciones, inclusive cuando hay poca luz. Las miradas del pueblo entero apuntan hacia la casa, con una mezcla de envidia, de miedo y de odio. El dueño carga sobre sus hombres el tilde de ser un arrogante, un mala sangre, un vecino indeseable. Le envidian su fortuna, pero no saben a cuánto asciende. Gourlay es un transportista que saca material de una cantera cercana y sus carros tirados por briosos caballos estremecen las ventanas cuando pasan frente a las viviendas. El rechazo a este hombre ha dado forma a un corrillo que lo espía y que trata de encontrar alguna fisura en su vida para derrumbarlo o al menos causarle escozor. Pero Gourlay es fuerte y no lo amedrentan las insidias, sólo que en su frente interno comienzan dibujarse trizaduras. Mujer e hijo han sido víctimas de su despotismo y mal trato. Quieren saldar esa deuda.
George Douglas Brown funda con esta novela de título tan memorioso la narrativa moderna de Escocia, publicada el año 1901. Todo es verde: las colinas, las arboledas, los paseos, las plazas, las tapias, los pozos de agua, los techos de las casas cubiertas de musgo verde, las pasiones, las malas palabras, los refajos de las viejas, las enaguas de las muchachas, etc… Pero es inevitable… es Escocia.
Aun así veamos si encontramos algo en esa historia que no sea verde.
Ernesto Bustos Garrido
Nota: No confundir con “Los postigos verdes” de Georges Simenon
La casa de los postigos verdes (1901)
George Douglas Brown
Capítulo I
La desaliñada camarera del Red Lion acababa de limpiar los escalones de la puerta principal. Enderezó su encorvada postura y, como era una mujer de maneras descuidadas, arrojó el agua directamente desde el balde, sin moverse de donde estaba. El suave arco de medio punto que dibujó el agua al caer brilló por un instante en el aire. John Gourlay, de pie ante su nueva casa, edificada en lo alto de la ladera, pudo oír cómo el líquido impactaba contra el suelo. La mañana desprendía una perfecta quietud. Las manecillas del reloj de la plaza, doradas bajo el sol, estaban a punto de marcar las ocho.
A continuación, Blowsalinda (Rosalinda) recogió el gran felpudo que generalmente dejaban en el porche y, llevándolo apoyado torpemente contra su pecho, dobló la esquina de la taberna, con las enaguas asomando por detrás. A mitad de camino se encontró con el mozo de cuadras, con el que se entretuvo en un incitante coqueteo.
Él le dijo algo y ella rio estentóreamente. El eco de su tonta risilla se extendió por toda la calle. Poco después, una nube de polvo se concentró en esa misma esquina, flotando blanca en el aire quieto: la camarera golpeaba el felpudo contra un costado de la casa. En el pueblo de Barbie, todas las mujeres andaban igualmente atareadas en sus escalones con los felpudos de sus puertas. Apenas se veía un alma, ya fuera en la plaza, en la cima en la que se encontraba Gourlay, o en la larga calle que descendía desde su flanco más cercano. Los hombres estaban en el trabajo, los niños aún no habían aparecido y las mujeres se afanaban en sus tareas domésticas.
La frescura del aire, el fino humo que se alzaba muy por encima de las chimeneas rojizas, los rayos del sol que brillaban sobre los tejados y las fachadas, la rosácea claridad que lo envolvía todo al amanecer y, principalmente, la paz y la tranquilidad, hacían de Barbie (que, por lo general, carecía de cualquier atractivo) un lugar muy agradable de otear en una mañana de verano.
A aquella hora, esa escena tan familiar revestía una delicadeza insólita, un aspecto tan fresco y puro, casi divino, que le parecería estar viéndola a través de una cristalina ensoñación. Sin embargo, no fue esa belleza la que mantuvo a Gourlay cavilando frente a su puerta. Estaba maravillado ante la armonía de la escena; incluso su presencia allí se hilaba sutilmente con su estado de ánimo. Fumaba con silencioso deleite; en una mañana como aquella, todo lo que tenía ante sus ojos representaba un delicado obsequio para su orgullo.
En el albor de un nuevo día, el hecho de observar el pequeño burgo, del que él era el hombre más destacado, colmaba todo su ser con la conciencia de su grandeza. Su sentido de la prosperidad le poseía y le reconfortaba; lo sintió en derredor de la misma forma en que sentía el aire, tan apacible, tan real y sutil, bañándolo y acariciándolo. Salir a fumar ante su portón en las mañanas estivales, y meditar sobre la época en que Barbie aún no formaba parte de sus posesiones, era el placer más íntimo y secreto de su vida.
Aquella mañana, había echado una reprimenda a los carreteros de la cantera por el retraso en el inicio de su jornada (al igual que la mayor parte de los resueltos idiotas, era severamente metódico); no obstante, su corazón se regocijaba en secreto. Las necesidades de su negocio eran tan variadas que sus hombres rara vez podían partir a la misma hora y en la misma dirección.
Aquel día, sin embargo, debido al retraso, todos sus carros atravesaron juntos la ciudad, una osada muestra de fastuosidad que constituiría una bofetada en la cara de sus enemigos. «Ya les enseñaré yo», pensó, altanero. Ese «les» hacía referencia a la gente del pueblo, y lo que iba a mostrarles era su magnificencia.
Porque, al igual que la mayoría de los que se burlan de la opinión pública, Gourlay era esclavo de ella, y daba muestra del sometimiento a la estima popular a través de su afán por mofarse de esta. No había llegado lo suficientemente alto como para alcanzar la indiferencia del perfecto desprecio.
A través de la gran puerta verde situada detrás de él oyó cómo cargaban los carros para ese día. Un caballo, cansado de permanecer ocioso entre los ejes, daba coces en el suelo sin cesar con una de sus impacientes patas traseras, provocando un constante golpeteo contra el pavimento. «Tranquilo, maldito animal, ¡vas a destrozar los adoquines!», dijo una voz. Acto seguido, una mano abierta dio un manotazo sobre su elegante cuello y el caballo, estremecido por el golpe, echó a andar con un traqueteo de cadenas.
«Jock, extiende una lona blanca sobre los quesos para evitar que se derritan por el calor», dijo otra voz. «Y ten cuidado allí arriba con esos enormes pies que tienes, ¿o crees que los quesos están hechos para que bailes sobre ellos con tus zapatones de cuero?», añadió. A continuación, la voz se transformó en un ronco e impaciente susurro de advertencia —estruendoso debido a la ansiedad, pero gutural por el temor a ser escuchado—. «Aprisa, hombre… ¡Date prisa, o caerá sobre nosotros como un rayo por haber empezado tan tarde!», exclamó.
Gourlay sonrió con determinación, y un oscuro brillo centelleó en sus ojos cuando, al salir a la puerta para echar una ojeada, escuchó aquellas palabras. Sus hombres no sabían que podía oírlos.
El reloj de la plaza dio la hora, ocho suaves y lentas campanadas que se desvanecieron en la belleza de la mañana. Pasaron cinco minutos. Gourlay giró la cabeza para seguir escuchando, pero del patio no llegó ningún sonido más. Se acercó entonces a la puerta verde, procurando que sus zapatillas no hicieran ningún ruido.
—¿Estáis durmiendo, queridos míos? —preguntó en voz baja—. ¿Eh?
Ese «eh» atravesó el silencio como una espada, y lo afilado de su cortante tono provocó un contraste siniestro con la dulce pregunta que había formulado a sus «queridos». «¿Eh?», repitió, y se quedó mirándolos, con la boca abierta y unos ojos feroces y oscuros.
—Apresúrate, Peter —susurró el capataz—, apresúrate, por el amor de Dios. Tiene esa mirada fulminante en los ojos.
—Listo, señor —exclamó Peter Riney, quien salió corriendo para abrir la otra mitad de la puerta. Peter era un hombre enjuto, con una arenosa franja de barba bajo el mentón, una verruga en el extremo de su larga y puntiaguda nariz, ojos azules y unas pobladas cejas de un gris rojizo. Esas espesas cejas pelirrojas, situadas justo sobre el azul pálido de sus ojos, hacían que estos, por contraste, parecieran más vivos; eran como dos focos de luz en mitad de su tez morena. Peter andaba siempre correteando, entusiasmado en su labor. Era un hombre mayor, sencillo y dispuesto, que enmascaraba su propia insignificancia con esa presteza juvenil.
«¡Arre, caballo, vamos!», gritó animoso, caminando hacia atrás a través de la puerta, con el cuerpo arqueado y tirando de las riendas de uno de los caballos. Este hizo saltar chispas del pavimento con sus patas, dolorosamente tensas ante el esfuerzo de acarrear todo el peso del gran carro. Así partió un carro, y luego otro, y otro, hasta que pasaron los doce. Gourlay se apartó para contemplarlos. Todos los caballos eran marrones. «Los compra del mismo color a propósito», decían los vecinos. Cuando el último animal atravesó la puerta, el conductor abandonó la cabecera, retomó su lugar en el pescante e hizo restallar el látigo, al grito de: «¡Arre, vamos, muchacho! ¡Firme!».
En un pueblo pequeño y anodino, el paso de un simple carro ya constituye todo un suceso. Y cuando se trata de un carruaje, sus habitantes lo siguen con la mirada hasta que desaparece de su vista. Cualquier cosa capaz de aliviar la monotonía de las horas y sugerir un tema para las charlas nocturnas es bienvenida.
«¿Alguna novedad?», preguntaría gravemente un tipo.
«Eh, sí, esta mañana a primera hora he visto pasar el carruaje de Kennedy», le respondería otro, con la misma gravedad. «Vaya, hombre, ¿hacia dónde se habrá dirigido? Estoy pensando que últimamente viaja mucho en él». Y Kennedy y sus asuntos estarían en boca de todos hasta la hora de acostarse.
Así, la aparición de los carros de Gourlay despertó a Barbie de su letargo matinal. El herrero, con su delantal de cuero y una mugrienta gorra sobre su frente perlada de sudor, salió, empujando a la gente, para poder ver el evento; los encorvados ancianos permanecieron de pie ante sus puertas, apoyándose con una mano en sus pequeños y temblorosos bastones, mientras su saliva se deslizaba sigilosamente por la pipa que su otra mano sostenía junto a sus bocas melladas; las abuelas, con batas blancas, observaban el espectáculo apoyadas en las jambas; y un joven travieso, con las piernas bien estiradas para poder ver algo, agitó su gorra y gritó: «¡Hurra!». La salida de los carros de John Gourlay para hacer su ronda matinal había levantado todo ese revuelo, ¡semejante procesión para un pueblo así! Gourlay estaba de pie en mitad del camino, con el pecho henchido, percatándose de cada detalle, devorándolo ávidamente como homenaje a su orgullo. «¡Ja, ja, perros!», rio para sí. Más allá de los pilares de la puerta del Red Lion, pudo atisbar el chaleco blanco del dueño —el resto de su corpulento propietario estaba escondido en las profundidades del porche—. Incluso Simpson, el gordo, se había arrastrado hasta la puerta para ver el paso de los carros. Simpson —¡que el cielo maldiga su adiposidad!— fue 33 quien en una ocasión intentó acabar con el monopolio de Gourlay como único transportista de Barbie. Al principio había obtenido cierta ventaja, pero Gourlay apretó los dientes y lo apartó del camino, dedicándose a acarrear mercancías hasta que a Simpson no le quedó nada que transportar. Por esta razón, el ingenio local sugirió «un paquetito en un carro enorme» como nuevo símbolo para su establecimiento. El paso de los doce caballos marrones haciendo cabriolas estaba siendo un mal trago para él. No había ni rastro de una sonrisa en los labios de Gourlay —la más feroz de las miradas amenazadoras era la única señal de su orgullo—; aun así, sentía que le había puesto la guinda a la mañana con la sugestiva visión del rotundo chaleco de Simpson allá abajo. Simpson, ¡el cerdo! Le había dado una buena lección.
Antes de que el último carro hubiera abandonado la casa de las persianas verdes, el primero ya se aproximaba al Red Lion. Gourlay blasfemó entre dientes cuando la señorita Toddle —descrita en los registros locales como «una solterona con medios independientes »— llegó revoloteando con un pequeño y ridículo paquete, a fin de abordar a uno de los carreteros.
¿Pretendía esa vieja tarada que Andy Gow se detuviera por sus insignificantes asuntos, rompiendo así la línea de carros en la única mañana en que habían sido capaces de descender juntos la ladera? Pero no. Andy lanzó el paquete con indolencia entre el resto de las mercancías y la dejó vociferando instrucciones desde la cuneta, mientras sus tirabuzones se agitaban portentosamente. Los hombres de Gourlay habían tomado ejemplo de su patrón, y se mostraban 34 despectivos con Barbie e irreverentes —además de poco caballerosos— con sus viejas solteronas.
Gourlay se sintió satisfecho con el desaire que Andy le había hecho a la hermana de Sandy Toddle. Cuando él y Elshie Hogg llegaran a la encrucijada, tendrían que separarse del resto para completar su carga; no obstante, habían bajado la calle principal durante la noche para recoger sus comisiones, como de costumbre, y era poco probable que se detuvieran con algún asunto antes de alcanzar la Curva de la Ladera. Gourlay tenía la esperanza de que así fuera y deseaba que, a excepción de la señorita Toddle, no apareciera ningún cliente más. Los carros avanzaron lentamente y en fila india por el lado escarpado de la plaza, y comenzaron a descender poco a poco por la calle que nacía de una de sus esquinas. En la pendiente, los caballos fueron incapaces de mantener el ritmo y los hombres de Gourlay se vieron obligados a sofrenar, debido a la pesada propulsión impuesta por los carros; así, la procesión se alargó durante un periodo de tiempo digno de su extraordinaria grandeza. Cuando desapareció tras la Curva de la Ladera, los tipos que la observaban desaparecieron también. El acontecimiento del día había quedado atrás, y la trivialidad reanudaba su reinado.
La calle y la plaza quedaron vacías bajo el sol de la mañana. Solo Gourlay permaneció de brazos cruzados ante la puerta, embebido en su propia satisfacción. Sentía que había sido una gran mañana. Por primera vez en muchos años, todos sus empleados, canteros y carreteros, transportistas de queso y de grano, habían conducido sus carros al unísono por la ladera, a plena vista de sus rivales. «¡Espero que hayan disfrutado!», pensó, y cabeceó varias veces en dirección al pueblo que se encontraba a sus pies, con un lento movimiento, con la misma gravedad con la que asentiría un hombre ante su derrotado enemigo.
Era como si dijera: «¡Mirad lo que he hecho con vosotros!»
*** La casa de los postigos verdes. George Douglas Brown. Emecé Editores S.A. Buenos Aires 1947. Colección dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.
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