En cuanto recibieron el dinero del Fondo Estatal, pusieron manos a la obra. Lo harían bien; y en un corto espacio de tiempo, apenas un par de meses. Contrataron a los mejores arquitectos, artistas y filósofos del continente sin reparar en gastos. Así, gracias a la ambición profesional de esos brillantes pensadores y al apoyo económico del contribuyente, fue fraguándose la estatua.
A los cincuenta y siete días de concienzudo trabajo, se dio por finalizada la tarea.
El día de la inauguración, los más sesudos y distinguidos representantes del Gobierno, de visita en la ciudad para comprobar si el dinero había sido empleado juiciosamente, se quedaron boquiabiertos. “¡Qué maravilla! ¡Qué lujo! ¡Qué concepto tan innovador! ¡Qué monumento más monumental!”. Se felicitaron unos a otros entre abrazos de oso, se apretaron cordialmente las manos, se gastaron bromas…
Y su felicidad no hubiese sido perturbada jamás si no fuese porque un niño de unos seis o siete años, clavado frente a la estatua con gesto embobado, quiso saber qué era aquel “pedrusco tan grande”. Los artistas, políticos y obreros se miraron interrogativos. Sí, ¿qué era aquello? La alegría general ahora dio paso a un inquietante silencio. Cabizbajos y desanimados se entregaron infructuosamente a la búsqueda de una respuesta convincente.
–Es, sin duda, el monumento a la Humanidad –afirmó una voz serena.
Aquella explicación procedía de un caballero elegante y con aspecto de persona culta que había estado callado hasta ese instante. Los rostros a su alrededor le miraron aliviados y, poco a poco, fueron recuperando la sonrisa. Entonces, tras felicitarse nuevamente por su trabajo, se fueron todos a tomar unos vinos y a charlar amigablemente sobre el brillante porvenir que a buen seguro les esperaba en el futuro.
Francisco Rodríguez es escritores y corrector de estilo
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