Yo estaba durmiendo cuando él murió. Había llamado al hospital para desearle las buenas noches como siempre, pero la morfina lo había dejado inconsciente. Me quedé escuchando su respiración fatigosa, sabiendo que ya nunca volvería a oírlo.
Más tarde, me puse a ordenar mis cosas, mi cuaderno y mi pluma estilográfica. El tintero azul cobalto que había sido suyo. Mi taza de té, mi corazón morado, una bandeja con dientes de leche. Subí los peldaños despacio, contándolos, los catorce, uno a uno. Arropé a mi hija en su cuna, besé a mi hijo dormido. Luego me acosté junto a mi marido y recé mis oraciones. «Sigue vivo», recuerdo que susurré. Luego, me dormí.
Éramos unos niños, de Patti Smith
Así comienza el prólogo de uno de los libros más icónicos de la literatura norteamericana, Éramos unos niños, de Patti Smith, una meticulosa y sensible mirada al pasado de la autora junto al polémico fotógrafo Robert Mapplethorpe, artista iconoclasta como pocos, fallecido por culpa del sida el 9 de marzo de 1989.
El título del libro (Just Kids, en inglés) alude al comentario que hizo un matrimonio que se cruzó con ellos por la calle en la época en la que ambos, Patti y Robert, eran una pareja de completos desconocidos, aunque, al parecer, llamaban la atención de algunos por su estrafalaria indumentaria. Y puede que en verdad no fueran más que unos niños. Unos niños de culo inquieto dispuestos a comerse el mundo, artísticamente hablando, burlando las normas sociales, pero que, hasta que llegaran la fama y la gloria, tenían que conformarse con soñar y pasar hambre.
El libro comienza con una biografía doble, la de Patti y la de Robert, y conforme vamos devorando las páginas conocemos cómo se hicieron amigos y después compañeros sentimentales. Aunque Patti y Robert dejaran de ser novios, amantes, pareja –pónganle el nombre que quieran–, su amistad se mantuvo incólume hasta el último aliento del fotógrafo, como refleja el inicio del libro (y de este artículo).

Hubo otros hombres en la vida de Patti, por ejemplo, el escritor Sam Shepard, al que conoció él cuando alternaba la escritura de sus obras teatrales con su colaboración con el grupo The Holy Modal Rounders, donde tocaba la batería; o el guitarrista Fred «Sonic» Smith, con el que se casó en 1980. También hubo otros hombres en vida la del propio Robert, una vez descubrió que era bisexual, algo que al principio le costó asumir, pues procedía de una familia convencional católica (con la que ya había cortado los lazos de unión).
Algunos lectores que todavía no hayan leído el libro quizá piensen que se trata del capricho de una famosa cantante que se atreve a plasmas, negro sobre blanco, algunos de los momentos más importantes de su carrera. No es así. Patti Smith puede ser considerada tanto una escritora que canta como una cantante que escribe. Ninguno de sus talentos es ancilar del otro. Es más, antes de que se planteara subir a un escenario para cantar llevaba bastantes años escribiendo poemas y reseñas musicales en revistas especializadas, amén de realizar dibujos artísticos (con la bendición de Robert Mapplethorpe, que dio sus primeros pasos en el arte no como fotógrafo, sino también como dibujante).
Pero si hay un elemento catalizador en la fogosa existencia de ambos es su mudanza al hotel Chelsea, situado entre la Séptima y Octava avenidas de Nueva York, lugar famoso por dar cobijo durante largas temporadas a artistas, a los que en ocasiones se les cobraba en especie, esto es, en obras de arte.
El hotel Chelsea, tal como lo retrata Patti Smith, era un lugar apasionante y algo trágico –no todo eran alegrías– donde vivir y conocer gente afín. Y tal es la importancia del hotel (y de las personas que vivían en él, o que al menos estaban de paso), que podríamos decir se constituye como el tercer personaje del libro, después de Patti y Robert. No en vano, conviene recordar que el capítulo sobre dicho hotel tiene nada más ni menos que 116 páginas en la edición que he leído (la de Lumen, 2020, en tapa dura).

Se me ocurren muchas cosas más que decir sobre el placentero e interesante Éramos unos niños. Podría hablar de los encuentros de ambos amigos con grandes personajes de la contracultura norteamericana (Andy Warhol, Allen Ginsberg, William Burroughs, Janis Joplin, Lou Reed, el citado Sam Shepard…), de los inicios de Patti como cantante, de los coqueteos con las drogas (sobre todo por parte de Robert), de la respetuosa y profunda amistad que mantuvieron ambos durante muchos años, del carácter silencioso de él… Pero barrunto que cometería el error de dar demasiadas pistas sobre un libro que, más que reseñado, merece ser leído.
El legado de Patti y Robert es un legado artístico, pero también humano.
Éramos unos niños es un homenaje sincero y nada edulcorado al afán del artista, pero también –y yo diría sobre todo– es un canto a la amistad de dos personas a las que la vida real les obligó a dejar de ser niños mientras se adentraban en las fauces de ese adictivo monstruo de mil cabezas que es el mundo del arte.
Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo
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