El Pabellón número 6 de Anton Chejov (fragmento final)

«Los enfermos visten harapos y se les da comer mal, basura; “comida de locos”, como se dice. El doctor Andrei Efímich es el encargado de los pacientes, a quienes atiende con amabilidad, pero con indiferencia. Su vocación de médico –que en realidad nunca la tuvo– se ha ido perdiendo en el tiempo. Él mismo se reviste de una gruesa caparazón para insensibilizarse frente a cada caso. Para él lo más importante es leer, tomar cerveza y fumarse un habano. Los internos antiguos son despojos humanos y los que han entrado recién, van en vías de serlo. Las autoridades conocen la situación pero la ignoran; no les conviene. En mejor tenerlos encerrados allí en esos pabellones de muerte a que anden sueltos por las calles. La sociedad, piensan los funcionarios, no se merece chocar o codearse con semejante escoria.

El lugar apesta y estremece. Chejov hace sentir ambas realidades. Dicen que la lectura de este cuento movió a Lenin a hacerse revolucionario».  E.B.G.

El pabellón número 6, de Chejov

El Pabellón número 6, de Anton Chejov

Ernesto Bustos Garrido

Es uno de los cuentos más oscuros de Chejov. Importa el drama que se vive en los centros de reclusión rusos para enfermos mentales. La historia se desarrolla en Rusia zarista, pero lo acontecido puede replicarse en cualquier manicomio del mundo. Se respira en dicho plantel un ambiente de descomposición moral y física, tanto de los pacientes como del personal a cargo. Los locos están en cuartos llenos de garrapatas, húmedos, malolientes por fecas y orines. Los enfermos visten harapos y se les da comer mal, basura; “comida de locos”, como se dice. El doctor Andrei Efímich es el encargado de los pacientes, a quienes atiende con amabilidad, pero con indiferencia. Su vocación de médico –que en realidad nunca la tuvo– se ha ido perdiendo en el tiempo. Él mismo se reviste de una gruesa caparazón para insensibilizarse frente a cada caso. Para él lo más importante es leer, tomar cerveza y fumarse un habano. Los internos antiguos son despojos humanos y los que han entrado recién, van en vías de serlo. Las autoridades conocen la situación pero la ignoran; no les conviene. En mejor tenerlos encerrados allí en esos pabellones de muerte a que anden sueltos por las calles. La sociedad, piensan los funcionarios, no se merece chocar o codearse con semejante escoria.

El lugar apesta y estremece. Chejov hace sentir ambas realidades. Dicen que la lectura de este cuento movió a Lenin a hacerse revolucionario.

El doctor descubre un día que uno de los internos, el joven Iván Dimítrich, tiene momentos de lucidez y muestra en ellos una inteligencia no común. Está más cuerdo que los propios doctores. El médico tratante se interesa en él, pero aquello le cuesta cuestionarse su conducta, su moral, su postura frente a los enfermos que sabe que van a morir en cualquier momento. Se pregunta si existe la inmortalidad, pero pronto desecha ese pensamiento, porque no va a cambiar nada.

Finalmente, su entorno en el hospital cree que el doctor está experimentado cambios peligrosos, extraños, y las autoridades médicas deciden dos cosas: jubilarlo y luego llevarlo al loquerío como en enfermo más. El desenlace de la historia, que se podrá leer aquí, es una obra maestra. Sólo Chejov podría haberla construido.

 

Personajes del cuento

 

Andrei Efímich, el médico protagonista del relato y que termina encerrado en el manicomio.

Mijaíl Averiánich, amigo del doctor y encargado del correo.

Dariushka, la fiel sirvienta del doctor.

Iván Dimítrich, joven compañero de encierro del doctor. Padece de trastornos de persecusión.

Serguei Sergueich, enfermero o practicante del manicomio. Tipo ambicioso y desleal.

Nikita, el cuidador de los locos, hombre brutal y despiadado.

Evgueni Fiodorich, médico joven del plantel, fatuo y envidioso de su jefe, el doctor Andrei Efímich

 

El Pabellón Nº 6 de Anton Chejov
Chejov y Tolstoi

El pabellón número 6

Anton Chejov

Parte final

 

Andrei Efímich se acercó a la ventana y miró al campo. El crepúsculo había proyectado ya sus sombras, y en el horizonte, por la derecha, asomaba la luna, fría y purpúrea. A cosa de 200 metros de la valla del hospital se alzaba un alto edificio blanco circundado por una muralla de piedra. Era la cárcel.

–¡Ésa es la realidad! –dijo para sí Andrei Efímich, atemorizado.  Infundían temor la luna y la cárcel, los clavos de la valla y la llama lejana de una fábrica. Andrei Efímich volvió la cara y vio a un hombre con resplandecientes estrellas y condecoraciones en el pecho, que sonreía y guiñaba un ojo maliciosamente. Y también esto le pareció horrible.

Trató de convencerse a sí mismo de que ni la luna ni la cárcel tenían nada de particular y consideró que incluso personas en su cabal juicio llevaban condecoraciones y que, con el tiempo, todo perecería y se convertiría en polvo; pero de pronto se apoderó de él la desesperación; asiéndose a los barrotes con ambas manos, zarandeó fuertemente la reja.

Ésta, sin embargo, era resistente y no cedió.

Después, para disipar un poco sus temores, Andrei Efímich se fue a la cama de Iván Dimítrich y se sentó en ella.

–Mi ánimo ha decaído, amigo –masculló, temblando y secándose el  sudor frío–. Ha decaído.

–Pues consuélese filosofando –respondió, sarcástico, Iván Dimítrich.

–¡Dios mío, Dios mío!… Sí, Sí… Usted dijo en cierta ocasión que en Rusia no hay filosofía, pero que filosofa todo el mundo, incluso la morralla. Ahora bien: a nadie perjudica la morralla cuando filosofa –dijo Andrei Efímich, como con ganas de llorar y de mover a compasión–. ¿A qué viene, querido, esa risa maligna? ¿Y cómo no va a filosofar la morralla si no está  satisfecha? Un hombre inteligente, instruido, altivo, libre, semejanza de Dios, no tiene otro remedio que irse de médico a un villorrio sucio y estúpido, pasándose la vida entre ventosas, sanguijuelas y sinapismos.

¡Charlatanería, cerrazón, ruindad! ¡Oh Dios mío!

–No dice usted más que sandeces. Si no le gustaba ser médico, podía haberse metido a ministro.

–A nada, a nada. Somos débiles, querido… Yo era impasible; razonaba de la manera más optimista y cuerda; y ha bastado que la vida me tratase rudamente para hacerme perder el ánimo… para postrarme… Somos débiles. Somos despreciables… Y usted también lo es, querido. Es usted inteligente, noble; con la leche de su madre mamó afanes bondadosos, pero apenas penetró en la vida, se fatigó y se enfermó… ¡Somos débiles, somos débiles!…

Algo más, aparte del miedo y el enojo, inquietaba a Andrei Efímich desde que oscureció. Era algo inconcreto. Y por fin se dio cuenta de lo que era: quería beber cerveza y fumar.

–Yo me voy de aquí, querido –dijo al cabo de un instante–. Pediré que den la luz… No puedo seguir así… Me es imposible…

Andrei Efímich se dirigió a la puerta y la abrió, pero instantáneamente Nikita le cerró el paso:

–¿A dónde va usted? No se puede salir, no se puede. Es hora de dormir.

–Sólo un momento; deseo dar una vuelta por el patio –explicó Andrei Efímich.

–Imposible, imposible. Hay una orden de no dejar salir a nadie. Usted mismo lo sabe.

Nikita cerró la puerta y apretó la espalda contra ella.

–Pero si yo salgo, ¿a quién dañaré con ello? –preguntó Andrei Efímich encogiendo los hombros–. No lo comprendo. ¡Nikita, debo salir! ¡Lo necesito! –añadió, con voz temblona.

–¡No provoque desórdenes, mire que no está bien! –le aleccionó Nikita.

–¡Valiente diablo! –gruñó Iván Dimítrich, levantándose repentinamente–. ¿Qué derecho tiene éste a no dejarle salir? ¿Por qué nos tienen encerrados aquí? Me parece que la ley lo dice bien claro: nadie puede ser privado de su libertad como no sea por los tribunales. ¡Esto es una arbitrariedad! ¡Esto es violencia!

–¡Arbitrariedad, arbitrariedad! –le secundó Andrei Efímich alentado por los gritos de Iván Dimítrich–. ¡Tengo necesidad de salir, y debo salir! ¡Nadie tiene derecho a impedírmelo! ¡Te he dicho que me dejes salir!

–¿Lo oyes, bruto inmundo? –gritó Iván Dimítrich, y se puso a golpear la puerta–. ¡Abre, o echo abajo la puerta! ¡Asesino!

–¡Abre! ¡Yo lo exijo! –gritó también Andrei Efímich, temblando de arriba abajo.

–Sigue hablando y verás –respondió Nikita desde el otro lado de la puerta–. Sigue hablando.

–Por lo menos, llama a Evgueni Fiodorich. Dile que le ruego que venga… un minuto.

–Mañana vendrá.

–No nos soltarán nunca –dijo Iván Dimítrich–. Nos pudriremos aquí. ¡Dios de los cielos! ¿Será posible que no haya en el otro mundo un infierno y que estos canallas se queden sin ir a él? ¿Dónde está la justicia? ¡Abre, granuja, que me asfixio! gritó, ronco, y se arrojó contra la puerta–. ¡Me romperé la cabeza! ¡Asesinos!

Nikita abrió inopinadamente la puerta, dio un rudo empujón a Andrei Efímich con ambas manos y con la rodilla, y luego, volteando el brazo, le descargó un puñetazo en plena cara. Andrei Efímich creyó que una enorme ola salada le había envuelto arrastrándole hasta la cama. Notó en la boca un gusto salobre: probablemente era sangre de los dientes. Como si tratase de salir de la ola, agitó los brazos y se asió a la cama, pero en aquel momento sintió que Nikita le asestaba otros dos golpes en la espalda.

Oyó al instante gritos de Iván Dimítrich. También debían estar pegándole.

Después todo quedó en silencio. La difusa luz de la luna penetraba por la reja, proyectando en el suelo la sombra de una red. Daba miedo. Andrei Efímich, tendido en la cama y contenida la respiración, esperaba horrorizado nuevos golpes. Diríase que alguien le hubiera clavado una hoz, retorciéndosela varias veces en el pecho y en el vientre. El dolor le hizo morder la almohada y apretar los dientes. Y de pronto, entre el caos reinante en su cabeza, se abrió paso una idea horrible, sobrecogedora: aquellos hombres, que ahora semejaban sombras negras a la luz de la luna, habían padecido el mismo dolor años enteros, día tras día.

¿Cómo había sido posible que él no lo supiera, ni quisiera saberlo, durante más de veinte años? Él lo ignoraba, desconocía la existencia de aquel sufrimiento. Por consiguiente, no era culpable. Pero la conciencia, tan incomprensiva y tan ruda como Nikita, le hizo helarse de la cabeza a los pies. Saltó de la cama, quiso gritar con toda la fuerza de sus pulmones y correr a matar a Nikita, a Jobotov, al inspector y al practicante, suicidándose luego; mas su pecho no emitió sonido alguno, y las piernas no le obedecieron. Jadeante y furioso, Andrei Efímich desgarró sobre su pecho la bata y el camisón, y después de hacerlos jirones, perdió el conocimiento y se desplomó en la cama.

A la mañana siguiente le dolía la cabeza, le zumbaban los oídos y se sentía muy decaído. No se avergonzaba al recordar su debilidad de la víspera. Había sido un pusilánime, tuvo miedo hasta de la luna y puso de manifiesto sentimientos e ideas que jamás había imaginado tener: por 43 ejemplo, la idea de la insatisfacción de la morralla filosofante. Pero ahora todo le importaba poco.  No comía, no bebía, yacía inmóvil y callaba.

«Nada me importaba –pensaba cuando le preguntaban algo–. No voy a contestar… Me da igual.»

Después de almorzar llegó Mijaíl Averiánich y le trajo un paquete de té y una libra de mermelada. También fue a visitarle Dariushka, que permaneció una hora entera de pie junto a la cama, con una expresión de amargura en el semblante. Acudió, asimismo, el doctor Jobotov, quien trajo el consabido frasco de bromuro de potasio y ordenó a Nikita que sahumara el pabellón con algo.

Antes de que anocheciera, Andrei Efímich murió de una apoplejía. Al principio notó escalofríos penetrantes y fuertes náuseas. Parecióle que algo repugnante se le expandía por el cuerpo, hasta los dedos, y partiendo del estómago en dirección a la cabeza, le inundaba los ojos y los oídos. Una capa verde le veló los ojos. Andrei Efímich comprendió que había llegado su fin y recordó que Iván Dimítrich, Mijaíl Averiánich y millones de seres creían en la inmortalidad. ¿Y si, verdaderamente, existía? Pero él no deseaba la inmortalidad; y pensó en ella un instante tan sólo. Un rebaño de renos, de gracia y belleza excepcionales, cuya descripción había leído en un libro el día anterior, pasó junto a él; después, una mujeruca le tendió la mano con una carta certificada… Mijaíl Averiánich pronunció unas palabras. Luego desapareció todo; y Andrei Efímich se durmió para siempre.

Llegaron unos mujiks, lo asieron de los brazos y de las piernas y se lo llevaron en volandas a la capilla. Allí estuvo tendido en una mesa, con los ojos abiertos, iluminado por la luna. A la mañana siguiente, Serguei Sergueich oró muy devotamente ante el crucifijo y cerró los ojos a su antiguo jefe.

El entierro fue un día después. Asistieron solamente Mijaíl Averiánich y Dariushka.

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