El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati

Dino Buzzati (Belluno, 1906-Milán, 1972), periodista y escritor nacido en una acomodada familia italiana, se dedicó desde muy joven a la música, la pintura y la narrativa y es autor de una notable recopilación de cuentos, Los siete mensajeros y otros relatos. Después de escribir dos novelas de relativo éxito, nos regaló El desierto de los tártaros (1940), que es una obra hipnótica, una alegoría del tiempo, la vida y los temores que acechan al hombre. De forma paradójica, esta novela triste y, a veces, deprimente, atrapa nuestra atención desde la primera hasta la última página. Todo tiende a ese horizonte de sentido melancólico y desolador que representa la Fortaleza Bastiani, situada en una frontera remota en la que no ocurre nada y el temor a que lleguen los tártaros impide a sus defensores incluso salir de patrulla. El teniente Giovanni Drogo sacrifica su vida por el heroico fin de luchar contra un enemigo incierto, del que no se sabe nada y que no llegará nunca. Los muros y el paisaje desprenden un aire inhóspito y siniestro:

“Sombrías gargantas, vientos gélidos. Escarpadas torres, aparentemente inaccesibles… Pensaba en una cárcel, en un palacio abandonado. Todos allí dentro parecían haber olvidado que en alguna parte del mundo existían flores, mujeres risueñas, casas alegres y hospitalarias.”

“Hay un volcán que humea  y que de allí salen las nieblas.”

“Ahora sí que entendía en serio qué era la soledad (una habitación, una cama, una mesa, un armario)…, y a su alrededor ni una casa, ni un hombre, ni un árbol…”

“Las murallas estaban sobre él sombrías y adustas, el centinela de la puerta estaba inmóvil, no había un alma en la vasta explanada. De una garita, adosada al fuerte, salían rítmicos sonidos de martillo.”

Es como si aquella gran edificación fuera la auténtica protagonista del relato.

“Nunca se había dado cuenta Drogo de que la Fortaleza fuera tan complicada e inmensa. Vio una ventana en una tronera abierta sobre el valle a una altura casi increíble. Allá arriba debía de haber hombres que él no conocía…”

“‒¿Quién va? ¿Quién va?

Drogo, desorientado, veía la cara del militar y su boca estaba cerrada. ¿De dónde venía entonces la voz?

Por fin Drogo comprendió, y un lento escalofrío corrió por su espalda. Era el agua, era una lejana cascada que corría con estruendo por los salientes de las rocas vecinas. El viento que hacía oscilar el larguísimo chorro, el misterioso juego de los ecos, el sonido distinto de las piedras golpeadas, formaban una voz humana, la cual hablaba y hablaba: palabras de nuestra vida que se estaban siempre a un pelo de entender, pero, en cambio nada.”

En sus estertores, la narración señala:

“…justamente entonces brotó de hondos escondrijos un nuevo pensamiento, límpido y tremendo; la muerte…

El camino de Drogo había terminado, ahora estaba en la solitaria orilla de un mar gris y uniforme, y, a su alrededor ni una casa, ni un árbol, ni un hombre, todo así desde tiempo inmemorial…”

A lo largo del relato se siente una gran compasión por Giovanni Drogo y su quimera, ese sacrificio en pos de un heroísmo abocado al fracaso.

Magnífico libro, en suma, que no se aparta de su idea inicial en ningún momento y que rezuma humanidad a través de ese Quijote resignado que es su protagonista, preso de sus obsesiones en una fortaleza kafkiana junto a una frontera perdida en la lejanía.

José Sánchez Rincón

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