Algunas personas no distinguen las diferencias entre una dictadura y un régimen totalitario, hasta el punto de que incluso llegan a pensar que son la misma cosa. Y no lo son.
Para aquellos que tienen dudas al respecto, transcribo unos cuantos párrafos de Lo que Sócrates diría a Woody Allen, estudio cinéfilo-filosófico de Juan Antonio Rivera que ganó el Premio Espasa de Ensayo de 2003, concedido por el siguiente jurado: Fernando Savater, Jon Juaristi, Amando de Miguel, Vicente Verdú y Pilar Cortés. Este fragmento pertenece al segundo capítulo: “Lo que no se puede conseguir a fuerza de voluntad. II. Woody Allen y la leyenda intelectualista” (páginas 47 y 48).
[…] En la República de Platón nos encontramos con la primera defensa literaria conservada de una utopía social de signo totalitario. Los escritos anteriores se han perdido o solo los conocemos por referencias indirectas.
Pero el totalitarismo es un fenómeno político que no se ha dado sino hasta el siglo XX, y en dos formas tan dispares como el nazismo y el comunismo. Un régimen totalitario es simplemente un régimen dictatorial. De modo correcto distinguía el profesor de filosofía Anfred Homelé, en una conferencia dada en abril de 1937 en la Universidad de Johannesburgo, entre el simple tirano o dictador (que se beneficia del poder pero que no quiere hacer nada con él, salvo conservarlo o acrecentarlo) del líder totalitario, que anda detrás de algo mucho más peligroso: emplear el poder como instrumento para realizar una idea que le resulta personalmente enardecedora, en la visión de cuya pureza se consume una sociedad organizada de forma perfecta, siguiendo un plan intelectual.
Un déspota absoluto, como Luis XIV de Francia, puede decir aquello de “El Estado soy yo” en su intervención ante el Parlamento el 13 de abril de 1655. Pero lo que le faltaba a Luis XIV para convertirse en alguien de verdad temible era lo que precisamente distingue al gobernante totalitario, y es verse a sí mismo como el arquitecto de un orden social definitivo en su perfección. El Estado, con todo su instrumental coercitivo, es el medio para plasmas esta idea de bien común que se ha apoderado de la imaginación del dirigente. Él es el único que conoce en qué consiste la voluntad colectiva, lo que “su pueblo”, “su nación” e inclusive “la humanidad” realmente quieren, lo que les hará felices. Si los individuos tienen proyectos de vida personales, si hay instituciones sociales que persiguen determinados fines, unos y otros han de ser vaciados de sus deseos, de modo tal que únicamente subsista la voluntad del líder, que se confunde con la voluntad general. El totalitarismo tiene, por lo tanto, un efecto devastador tanto sobre las instituciones de la sociedad civil como sobre los individuos y sus planes de vida. En este afán excluyente de cualquier otro centro de voluntad estriba la diferencia entre un régimen meramente autoritario o autocrático y uno totalitario.
