
Ramón Pérez de Ayala (1880-1962) nació en Oviedo y militó en la llamada Generación del 14. Tuvo una formación clásica, lo que le permitió crear una poesía y una narrativa de exquisita forma y fondo. Estuvo becado en Alemania e Italia, donde aprovechó esas estancias para dotarse de un depurado estilo paisajístico para describir los escenarios de sus obras y de una sutil ironía para embadurnar unos personajes cántabros hasta la médula.
Ejerció también el periodismo como algunos de sus maestros, entre ellos Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas, Clarín, y don Manuel de Unamuno, de quien heredó la complejidad para maridar lo sublime y lo grotesco.
Entre sus obras más destacadas figuran Tinieblas en las cumbres (1907), A.M.D.G, La vida en un colegio de jesuitas (1910), La pata de la raposa (1912) y Troteras y danzaderas (1913). También es autor de Belarmino y Apolonio (1921), Luna de miel, luna de hiel, Los trabajos de Urbano y Simona (1923), Tigre Juan y El curandero de su honra (1926).
El ombligo del mundo (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1988) es parte de su narrativa corta y contiene varios cuentos encabezados con una historia de este título. De allí hemos extraído este relato oculto que titulamos “El Padre Eterno”, donde la ironía y el regionalismo brotan por todos los poros.
Ernesto Bustos Garrido
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El Padre Eterno
Ramón Pérez de Ayala
(Cuento escondido en El ombligo del mundo. Seleccionado por Ernesto Bustos Garrido)
El cura párroco de la Madre Eterna es don Olegario Pandoro (a) el Padre Eterno, por su aspecto craso y tonitronante, y porque los maldicientes le adscriben innumerable prole de tapadillo, diseminada por las aldeas.
El Padre Eterno después de celebrar misa, emplea la mañana en visitar diversos caseríos rústicos, en donde se le supone guarecida la sucesión.
Después de la comida meridiana, va a un huertecillo que posee en las afueras de la villa. Este huertecillo es la “niña de sus ojos”; es su pequeño paraíso terrenal. Por el huerto discurren tres arroyos, doblándose y cortándose en forma de estrella, la cual, según la altura del sol, se enciende en destellos a veces, y es como estrella de diamantes.
A estos tres arroyos el Padre Eterno los llama Fe, Esperanza y Caridad, porque para él simbolizan la verdad fecunda: fons vitae.
Es un maniático de la fecundidad y la irrigación, en todos los aspectos y sentidos. El agua, con su bisbiseo transparente, veraz, le pronostica inacabables frutos venideros. “¿Qué cosa es fe? –suele explicar don Olegario–. Creer lo que deseamos. Esperanza ¿qué es? Ver de antemano lo que creemos. ¿Y la caridad? La que comienza por uno mismo”.
Llega el Padre Eterno a su huerto, hortus scientiae, en las primeras horas de la tarde; sube las faldas de la sotana, calza las almadreñas, requiere la azada, se aplica a empapar los cuadros de hortalizas con las tres virtudes teologales. Habla un rato entre sí. Después de una pausa, como si sus propias palabras le llegasen de fuera (afuera), se contesta a sí mismo.
Cuando la luz se huye, el Padre Eterno recoge en un pañuelo a cuadros algunas hortalizas sazonadas y toma la vuelta de la villa. Entra a lo largo de la avenida de plátanos; sigue algunas calles, recala en la tertulia de la ciudad de Navedo, a quien llaman de apodo la Nazarena.
La tertulia se reúne en la tienda de la Nazarena. Los anaqueles contienen géneros de algodón, de lana y de punto. De la techumbre cuelgan, en borlones, cirios y velas, de la fábrica La Purísima, en el Bierzo. Sobre el mostrador se apilan, como losetas, libras de chocolate de los Reverendos Padres Benedictinos.
Conviven en la tertulia la Nazarena, a veces su hija Paca, Pica de remoquete, por flaca, larguirucha y mordaz; el padre Eterno y los otros dos párrocos: don Felipe Bopsnacil, (a) el Gran Truco, por ser presidente de las Hijas de María, de Bonifacio Ubaldo Rodríguez Rubii (a) Cuatro Quintos de la Verdad, y más comúnmente Cuatro Quintos, a secas. Don Bonifacio solía firmar con sus iniciales BURR los edictos parroquiales que se fijan en la cancela de la iglesia. En una ocasión, al pie de la firma, apareció esta glosa: “Cuatro quintos de la verdad. Falta la O final”. Luego se averiguó que el autor de la glosa era el hijo de la Nazarena, Perico Navedo, cuyo rostro moreno y ardiente le había valido el apodo de Grano de Pimienta.
Otra chanza impía de Grano de Pimienta: en la iglesia conocida como el Salvamento de Náufragos, estando de moda la devoción al milagrosos San Expedito, había a la entrada una arquilla para limosnas, con un letrero que decía: Cepillo para el Santo. Al muy granuja de Grano de Pimienta se le ocurrió borrar la letra T de la palabra culto (¡!).
Grano de Pimienta, díscolo, rebelde, diabólico, constituía la gran preocupación de la Nazarena y uno de los temas obligados en el palique de la tertulia. Los tres curas le consideraban hombre peligroso, que usaba impermeable y fumaba en pipa. Últimamente le había dado por enamoriscarse de Cerecina, la sobrina de El Padre Eterno, y cometer, con este motivo, toda suerte de desatinos y locuras.
Llega El Padre Eterno a la tertulia, muestra las hortalizas, los demás las admiran y encomian con hipérboles de retórica eclesiástica. Él se infla de orgullo. Las guarda nuevamente en el hatillo y dice a la Nazarena:
–¿Qué hay del pirabán, doña Leocadia? ¿No ha cometido todavía la machada gorda? Pues prepárese, Si no es hoy, será mañana. Por supuesto, ¡cuidadito conmigo! Adviértaselo. Que ese peje no me roce siquiera, porque le abro las fontanelas. Y usté no debe dolerse: es un mal hijo.
La Nazarena, vestida de hábito morado, suspira, sin dejar de hacer calceta:
–¡Ay, mi Nazareno!
Luego, con timidez, añade que Grano de Pimienta no es mal hijo. Andará extraviado en sus ideas; hará más tonteras que los otros muchachos; será atrevido y atolondrado, fuera de casa. Pero en familia es afectuoso, dócil y diligente. Lleva el negocio de la tienda al dedillo, porque es vivo y ágil como un rayo.
–Sí. Un rayo de Satanás –comenta Cuatro Quintos, trazando en el aire un zigzag, con el índice aplastado, de hechura de espátula.
–Lo más conveniente sería casarlo, que sentase cabeza –sugiere, acongojada, la Nazarena.
–¿Con quién? –vocifera en pie El Padre Eterno–. Con mi sobrina no será.
–Será con su sobrina, y usté ha de alegrarse, porque mi hermano es bueno, y simpático, e inteligente, que no hay otro como él en Reicastro. ¿O es que quiere usté casar a Elvira con el hambrón de Mil Perdones?, ha dicho Pica, con vehemencia.
–Cierra la boca lagarta –responde El Padre Eterno, sin enojarse–. Tú también tienes rama de frenesí. Mirando a vuestra santa madre, maravillándome a quién habéis salido.
Cambia la conversación hacia otro tema apasionado; un proyecto de ferrocarril que atravesará el valle.
Todos en el valle son de sustancia y textura conservadora. En el Congosto habían triunfado siempre diputados maturistas o carlistas. Sin embargo, las últimas elecciones las había ganado un candidato liberal, antiguo vecino de Reicastro, don Daniel Figarina, mediante la promesa de un ferrocarril, con que arrastró a los electores, infundiéndoles una emoción concupiscente de un porvenir risueño. Serían perforadas las montañas. Aparecería el ferrocarril por un flanco del valle, desde una sima negra, como engendrado en el misterio; volvería a hundirse por el flanco opuesto, en otra tiniebla misteriosa; sería un brotar de la nada y tornar a la nada; pero en esta fugaz trayectoria a flor de tierra iría el ferrocarril desparramando bienes y multiplicando prosperidades. “Vuestro ferrocarril –había dicho el candidato– os otorgará la verdadera vida. Esta es la comparación más exacta. Porque, ¿qué es la vida? Un paréntesis de luz y movimiento entre dos eternidades de sombra”. El candidato aseguraba contar con capitalistas belgas, franceses e ingleses para la empresa. Demostró que los terrenos por donde cruzase el ferrocarril aumentarían de valor una atrocidad.
Todos los propietarios rústicos exigieron como condición para otorgar el voto que el ferrocarril pasase por su predios. Triunfó el señor Figarina. Vinieron al valle unos ingenieros a estudiar el trazado del ferrocarril, y conforme a las condiciones estipuladas, dibujaron una línea con infinitas idas y venidas, vueltas y revueltas, que iba sucesivamente cortando propiedades de todos los electores.
Uno de los ingenieros observó: “El ferrocarril se parecerá a los perros, que adelantándose, atrasándose y desviándose, andan veinte veces el camino”.
Pero ¿qué se la iba a hacer? Era una necesidad política. Y ocurrió que el presunto ferrocarril tenía forzosamente que partir por la mitad el huerto de El Padre Eterno. El Padre Eterno puso el grito en el cielo, exclamando: “Eso más que partir mi huerto en la mitad, es partirme a mí por el eje, y hasta diré que amolar el dogma y las virtudes teologales.
¡Infamia! ¡Sacrilegio”.
