Por Ernesto Bustos Garrido
Alicia Steimberg, autora de la novela Músicos y relojeros, falleció una tarde de 2012 cuando tomaba el té con unas amigas. Padecía de un enfermedad cardíaca congénita.
Había nacido en Buenos Aires, Argentina, el 18 de julio de 1933. Era judía. Su familia eran inmigrantes ucranianos y rumanos. Estudió para ser profesora de inglés en el Instituto Nacional del Profesorado en Lenguas Vivas. Una vez le preguntaron quiénes eran los músicos y quiénes los relojeros. Entonces ella dijo que los dos eran lo mismo. ¿Cómo? Tengo unos tíos que son relojeros y que se van a dedicar a la música, aclaró.
En 1983 recibió la Beca de la Fundación Fullbright y viajó a Ohio, Estados Unidos. De 1995 a 1997 fue directora de la Sección de Libros de la Secretaría de Cultura. Alicia Steimberg también fue colaboradora habitual de los diarios Página/12 y Clarín y dirigió, desde 1978 hasta su muerte, la revista Punto de Vista.
Sus libros son: Músicos y relojeros (1971); La loca 101 (1973); Su espíritu inocente (1981); Como todas las mañanas (1983); El árbol del placer (1986); Amatista (1989); El mundo no es de polenta (1991); Cuando digo Magdalena (1992); Vidas y vueltas (1999); Antología del amor apasionado (1999); Una tarde de invierno un submarino (2001); Aprender a escribir (2004) y La música de Julia (2008). Con Cuando digo Magdalena recibió el Premio de Novela Planeta Biblioteca del Sur 1992. También se adjudicó los premios Satiricón de Oro de Buenos Aires 1973; Primer premio de la Sociedad Argentina de Escritores 1983; Premio de literatura erótica La Sonrisa Vertical (Mención) 1989 y el Premio Konex de Platino 2004.
Falleció a los 78 años, el 16 de junio de 2012 en Buenos Aires.

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Cómo escribir literatura erótica, por Alicia Steimberg
A pesar de todo lo que dicen y repiten los manuales de sexología sobre su universalidad e inocuidad, la masturbación es un hecho generalmente mal visto; para una persona a la vez tímida y vanidosa como lo es un argentino, confesar que a veces se masturba sería francamente una vergüenza. Se puede hablar de las relaciones sexuales y hasta de las homosexuales, pero no de la masturbación porque eso equivaldría a confesar que uno es un ser infantil, que no ha madurado del todo y que no tiene agallas para conquistar a una mujer o a un hombre y perpetrar con ellos todas esas actividades que constituyen el intercambio sexual.
El acto de escribir literatura «erótica», es decir una literatura que apela a la sensualidad, la provoca, la excita, es un acto masturbatorio para el que la escribe y para el que la lee, y probablemente es por eso, y no por lo que describe, que le da un poco de vergüenza al autor y al lector. Un poco, claro, no estamos en la Edad Media, aunque a veces parece que lo estuviéramos, a juzgar por las nerviosas preguntas de los periodistas y reporteros a quienes les toca entrevistar a un escritor «erótico», o las del público cuando en las mesas redondas sobre «Literatura erótica», por ejemplo, pone a los panelistas entre la espada y la pared para que definan la diferencia entre «erótico» y «pornográfico», y más aun: entre «erótico», «pornográfico» y «obsceno». En general el público no ha leído los libros de los autores invitados, de manera que esta obsesiva insistencia en la diferenciación entre los términos tal vez obedezca a un miedo instintivo a excitarse en público. Y, al fin y al cabo, ¿Para qué escribirlo? ¿No alcanza ya con hacerlo, quebrando las prohibiciones a las que nos han acostumbrado?
Cualquier ser humano, cuando se masturba, ejerce su capacidad de imaginar: los que miran las fotos de la revista Playboy a la vez que se masturban ejercen una tercera actividad secreta: la de fantasear que están con la muchacha de la foto, con una muchacha de carne y hueso que pueden tocar y penetrar. Las mujeres suelen no ser tan expeditivas y hasta dejan aparecer alguna escena platónica antes de llegar a imaginar la actividad sexual concreta. Las revistas que ofrecen el equivalente de Playboy dedicado a las mujeres, con hombres que muestran sus falos de tamaño realzado por el ángulo de la foto, no son tan populares ni tan eficaces, quizá porque no es mirar el falo lo que excita a una mujer, sino cosas de índole diferente, a veces más sutiles, a las que desea dedicar más tiempo y más espacio.
Obsérvese el caso, patéticamente repetido, de la mujer que le suplica al marido que vayan a tomar cierto cóctel a cierta confitería donde se puede bailar al son de música lenta. El marido no tiene ganas, o no tiene tiempo para dedicar a esas tonterías y el descarnado acto sexual realizado con premura en el lecho conyugal, mientras se oyen los gritos de los chicos del otro lado de la puerta no alcanza, ni alcanzará nunca a satisfacer a la mujer. Pero estas cosas no tienen remedio; si el marido llega a aceptar la propuesta de la confitería es posible que se suscite, allí mismo, una discusión desagradable, y que sólo la mujer beba el añorado cóctel mientras el marido, con gesto hosco, apura una tacita de café más amargo que la desesperanza. Entre tanto la mujer, con cada sorbo del cóctel donde impera el gin, sueña tal vez con otro hombre, uno que con sólo tomarle la mano y oprimírsela la haga vibrar entera, y luego sueña con el momento en que se cierra la puerta del ascensor en el hotel de citas y él la abraza, y se besan, y los cuerpos se ponen íntimamente en contacto, y las lenguas inician su delicioso diálogo; el ascensor se detiene y las puertas se abren automáticamente a un corredor alfombrado y desierto, los amantes recorren de la mano la corta distancia hasta la primera puerta de las que dan al corredor, mira si no es maravilloso, cariño: número 18, el mismo número tallado en este inmenso llavero de bronce, sé que estás erecto, mi cielo, sé que estás húmeda, mi vida, apenas deja que me quite la chaqueta y nos arrojaremos al lecho para abrazarnos y besarnos bien, la ropa nos molesta, capullito de alhelí, ¿qué dices? ¿capullito de alhelí? Digo capullito de alhelí, capullitos son tus pezones, mi alma, ¿en qué momento te quitaste los pantalones, ángel mío? Ya tu pierna velluda se restriega contra mi pierna, qué, ¿ya me penetras? ¿No teníamos que…? Calla, calla, ahora no puedo esperar, ay, mi chiquita, ay mi vida, voy a perder la cabeza por tu amor, dice la voz de Julio Iglesias por el parlante escondido entre las tenues luces de neón en la cabecera de la cama. Pero, ¿por qué crees que hablamos esta especie de español caribeño? Para imitarlo a él, a Julio Iglesias, que hoy se lleva el cincuenta por ciento del crédito por cada buen orgasmo. Pero si Julio Iglesias es español. No importa, habla así porque yo quiero que hable así.

Imagínate, cariño, que si ella es escritora puede poner cualquier cosa en el papel, y hasta publicarlo. Y mira que le dijimos que las manecitas no debían tocar ciertas partecitas de su cuerpo. ¿Por qué no debían tocarlas? ¿No eran suyas? Claro que no eran suyas. Hay partes de nuestro cuerpo que no nos pertenecen. ¿Pero se pueden tocar para lavarlas? Para lavarlas, sí, es claro, rápidamente y sin acompañar ese puro acto de higiene con ningún mal pensamiento. Pero yo soy judía, Padre, no sé si la religión judía castiga también los malos pensamientos.
—¿De veras no lo sabes?
—No, Padre.
—¿Pero sabes que nosotros los católicos sabemos que se castigan los malos pensamientos?
—Sí, Padre. Sé que un mal pensamiento es un pecado venial y se limpia torturando la mente con la repetición de una misma oración muchas veces seguidas.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo espié en el catecismo de mi compañera de banco en el colegio. Espiar también es un pecado, ¿verdad, Padre?
—No sabría qué contestarte, niña, porque lo que espiabas era la Verdad Revelada. Pero en vez de seguir espiando el catecismo debiste venir a nuestros brazos y hacerte bautizar. ¿Por qué no lo hiciste?
—Lo pensé, Padre, lo pensé muchas veces. El agua bautismal borra todos los pecados. Pensé que un día cualquiera podía masturbarme por última vez en mi vida, luego ir a hablar con el cura de la iglesia parroquial, hacerme bautizar y no masturbarme nunca más, y nunca tendría que confesárselo a nadie.
—¿Por qué no lo hiciste?
—Me parecía injusto, Padre. Hubiera sido algo así como aprovecharme de los sacramentos. Y no estaba en absoluto segura de que no iba a masturbarme nunca más.
Y así fue como nunca me hice católica. Ni quise averiguar, por las dudas, si la religión hebrea prohíbe la masturbación, si castiga los malos pensamientos. Prefiero no saberlo, porque no me gustaría enterarme de que no los castiga. Sé que los jóvenes rabinos de los grupos más ortodoxos no pueden tocar a las mujeres, excepto a su esposa, ni siquiera para estrecharles la mano.
—Me parece muy bien.
—¿Quién le pidió su opinión?
—¿No está hablando conmigo?
—No, no estoy hablando con usted.
—¿Con quién está hablando?
La dificultad de reproducir la propia historia sexual estriba en que está indisolublemente mezclada con otras cosas y hechos de la vida; si se intenta separarla resulta extraña y a menudo patética. El libro verdaderamente «erótico», pienso, es el que llega al erotismo por caminos imprevistos, incluso para el autor mismo, y sale de él con la misma naturalidad con la que entró. Siempre produce un poco de timidez, como si uno, sin quererlo, estuviese espiando una escena privada por el ojo de la cerradura.
© 1993 Alicia Steimberg.
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