«Casa grande», de Luis Orrego Luco

El fragmento que presentamos a continuación es parte del Capítulo I de la novela “Casa Grande” del escritor chileno Luis Orrego Luco. Es una novela escrita a fines del siglo XIX y comienzo del XX. Retrata de manera fiel los usos y costumbres de la elite social de Chile de aquella época. El “oleo” resultó tan ajustado a la realidad que crispó los sentimientos y el orgullo de la aristocracia santiaguina. Orrego Luco desnudó su “afrancesamiento” y felonía, su afán de riqueza y vida de ocio. Su existencia hecha de distracciones y fiestas circulares y repetidas en el día a día, un torbellino de fatuidad permanente, de gentes falsas y egoístas. Jóvenes y niñas sin ningún tipo de norte y conciencia social, y una Iglesia Católica que cuando apareció el libro hizo un escándalo tan mayúsculo que obligó al autor a restarse de su presencia en público y a guardar silencio. Se le acusó de inmoral por presentar un romance que transitó hacia el matrimonio para luego terminar en divorcio. Este fue el detonante para la Iglesia. La crítica literaria además lo tachó al autor de conspirador (no obstante él pertenecer a la clase social acomodada) por intentar socavar las bases de un país que estaba en manos de una sociedad erigida en la sangre, el poder y el dinero.

En el fragmento presentado se muestra el diálogo entre don Leónidas Sandoval, recio representante de la oligarquía criolla, exministro de estado, senador, latifundista y su hija Gabriela, quien se enamora del joven Ángel Heredia, de obscura personalidad, aunque rico y de familia distinguida. El padre pugna por advertirla del peligro de ese romance y ella replica con su lógica de mujer enamorada. El padre intenta aconsejarla, pero al mismo tiempo salvaguardar su estirpe y su posición social y económica. Por eso la larga filípica que le endilga. Notables entonces resultan los argumentos de uno y de otro que reflejan el pensamiento y la moral de aquellos años…. Una fotografía de época que al parecer no ha variado mucho en nuestros días; un texto que le hace un guiño a Leopoldo Alas Clarín, sin duda…..

Ernesto Bustos Garrido

 

 Luis Orrego Rico, Casa grande

Coloquios de padre e hija

(Fragmento de la Novela “Casa Grande” de Luis Orrego Luco, Editorial Zig-Zag. Santiago de Chile 1908).

El caballero, don Leónidas Sandoval, cuya edad frisaría con los sesenta y cinco años, se paseaba, apoyado en su bastón, con el paso lento que le daba importancia en la vida pública, acentuado ahora por el reumatismo. Contemplaba el paisaje, mascando pastillas para el pecho, cuando vio salir a su hija Gabriela, y le hizo con la mano seña cariñosa para que lo aguardara.

—Espérate, hijita, no más. Mira que a los viejos les gusta mucho andar acompañados, sobre todo con chiquillas. Uno se remoza, así, como si sacu- diera de encima el peso de los años, que se llevan las ilusiones y nos dejan el reumatismo.

—¿Cómo se siente, papá?  –le preguntó la joven, con ese tono solícito y regalón a la vez de los niños que desean alguna cosa y se preparan el camino para conseguirla–. ¿Ha dormido bien su siesta? ¿Se le fue la ciática? –y contemplaba con interés el rostro de piel amarillenta y arrugada de su padre, a quien los grandes bigotes y la cabellera cana daban aspecto de senador del Imperio–. ¿Se le han quitado los dolores?

Don Leónidas tuvo un gesto desalentado:

—¡Ay!, no…; muy al contrario… – En el fondo, experimentaba placer cada vez que tenía ocasión de hablar de sus dolencias y achaques, exagerándolos un poco y complaciéndose en describirlos con todo género de minuciosidades y detalles–. Mira, aquí el hombro me ha dolido algo, y bastante me ha molestado la parte inferior de la rodilla…; siento una puntada en el costado, que no me deja…; suele hacerme ver estrellas…; pero ahora me siento mejor. Tengo la pierna más desprendida… Vamos a dar un paseo por el parque –le dijo, apoyándose en el brazo de su hija, con el orgullo paternal de sentirla tan hermosa y acaso pensando en el cuadro que ambos formarían, mirados desde los corredores por alguno de los invitados–. No estaría mal que echáramos un párrafo, Gabriela.

 

***

 

Sus pasos crujían por las avenidas cubiertas del blanco polvo de la concha.

—¿No tienes nada nuevo que contarme? –le preguntó (el padre) en tono malicioso.

—Nada, papá –contestóle Gabriela, cubriéndose involuntariamente de rubor, al sentir el peso de la mirada interrogadora de su padre.

—Es inútil que lo niegues, porque tú no sabes mentir…; ya ves cómo la cara te desmiente –agregó el caballero–. ¿Que no has oído la canción?

 

Piensan los enamorados,

y en esto no piensan bien,

creen que nadie los mira,

y todo el mundo los ve.

 

 -“A mí no se me escapan estas cosas, hijita, que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Desde la primera noche que vino a casa el jovencito, ya comprendí que andaban moros en la costa. Y a ti no te disgusta, ¿eh?, picarilla –agregó jovialmente.

Y luego, después de una pausa, dijo en tono melancólico:

—Para eso, no más, cría uno sus hijas, y las regalonea, para que llegue cualquier mozalbete y se las robe…

Contemplábala con el rabillo del ojo y el corazón palpitante. Las más encontradas sensaciones asaltaban a la joven: temor de que su padre no recibiera bien a su pretendiente, el de que la hallara demasiado joven para pensar en matrimonio, mil ideas diversas. Así es que cuando le oyó hablar en tono ligero, sintió que le quitaban peso enorme de encima. Se consideraba salvada, y respiró con la amplitud feliz del que acaba de cruzar grave peligro.

Don Leónidas iba siguiendo las diversas impresiones en el rostro de su hija, y para eso, precisamente, había iniciado su conversación en tal forma.

Ahora ya no le cabía pizca de duda: Gabriela debía estar enamorada de aquel joven. Una nube preñada de preocupaciones cruzó por sobre sus ojos.

—¿Crees que yo te quiero?, ¿tienes fe absoluta en mi cariño? –preguntó de repente a su hija, deteniéndose junto a una mata de claveles.

—Sí, papá…

—Entonces, déjame que te hable con franqueza, con el corazón en la mano, como pintaban en las caricaturas del Charivari a don Pancho Marín…

La joven se sonrió al ver la salida de su padre, a quien miraba con profundo respeto, casi endiosándolo.

—Vamos a cuentas –agregó el caballero–. Tú no conoces el mundo, hija mía, ni sabes lo que es la existencia, ni los resortes que mueven a los personajes de la comedia humana llamada vida social. A ti te parece lo más sencillo del mundo que un hombre corteje a una niña, que se amen, se casen y sean felices. Crees a pie juntillas en la sinceridad de sentimientos, en la bondad de los hombres y en la virtud de las mujeres. Eso les pasa, al comenzar la vida, a los seres honrados y llanos como tú, hasta que llega el instante en que el velo se corre de los ojos y se lloran con lágrimas de sangre los errores, ya del todo irreparables, de una juventud tan inquieta como despreocupada. Y lo peor es que, cuando comienzan a ver claro, ya los males no tienen remedio, dentro de la defectuosa organización de la sociedad en que vivimos encadenados por preocupaciones. Mira, hija, es mentira que seamos libres: otros se encargan de darnos corte para los trajes y sus colores, con modas y hasta formas de sombreros. No será ésta la que nos agrade, sino la impuesta por los demás. Las ideas que abrigamos son recibidas de ciertos libros de colegio o impuestas por la familia, por amigos, por gente que nos rodea. El modo de considerar las cuestiones públicas nos lo dan todas las mañanas impreso en diarios; las reglas de conducta generales, nuestros más graves intereses, y hasta nuestros sentimientos, se rigen por el “qué dirán”. ¿Y qué papel desempeña la libertad en todo esto? Absolutamente ninguno. Pero noto que me voy alejando de mi punto de partida.

“Estábamos tratando de los jóvenes del día, me parece. Para ustedes, en general, todos son iguales; se entiende, en el trato social del mundo en que ustedes viven, pues fuera de los jóvenes de baile y de sociedad, el resto no existe para ustedes. Así, los dependientes de tienda, a los ojos de ustedes, son simples maniquíes, unos muebles a los cuales se regatea el precio de las mercaderías y no cuentan, no son hombres, como no lo son los sirvientes, ni el mayordomo, ni los llaveros del fundo, ni el medio pelo. Si ustedes consideran a los jóvenes de sociedad como iguales, en cuanto visitan los mismos salones y están emparentados o relacionados con las mismas familias, luego principian a establecer pequeñas diferencias entre ellos, según el temperamento, las inclinaciones o las necesidades de cada cual. A unas les gustan los buenos mozos; ésas son las sentimentales. A otras, los ricos y adinerados; ésas son las prácticas. Todas desearían que su novio fuera de gran familia, rico y buen mozo, condiciones que hacen recordar las del buey Apis entre los egipcios, con escarabajo en la lengua, en la frente, las patas blancas y los pelos de la cola dobles… Pero en la vida este animalillo no se encuentra, y, de existir, como no puede casarse con todas, quiere a una princesa rusa…, como Florencio, aquel amigo mío que se casó en París, formando el círculo de mozos elegantes conocido con el nombre de “los Floros”.

Aquí le interrumpió el acceso de tos, sacó su pañuelo, y continuó de esta manera, clavando los ojos perspicaces en su hija:

—Bueno… Las que no se enamoran, o, más bien, las que se casan con un hombre por dinero, no siempre lo hacen conscientemente y de manera cruda. Las seducen la elegancia del joven, la manera de presentarse, sus coches, su reputación de generoso, etc. Ni tampoco suelen soplarles buenos vientos, pues más de una conozco ahora viviendo en la miseria, pues el rico, en malas especulaciones y en derroches, ha perdido toda su fortuna. El capítulo del lujo abre pesada y ancha brecha en la vida santiaguina. A pesar de todo, y dejando cálculos a un lado, la que suele llevar la peor parte es la niña de temperamento sentimental, la que se enamora de los buenos mozos.

Al pronunciar estas palabras, don Leonidas miró a su hija de soslayo, notando que palidecía ligeramente, y luego continuó de esta manera:

—Las chiquillas sentimentales se enamoran frecuentemente de hombres de hermosa apariencia física, dejándose arrastrar por exterioridades, sin conocer antecedentes de familia, ni carácter, ni maña, ni valer personal, ni cosa alguna del joven. Y dentro del cálculo de probabilidades, esos factores, descuidados por ellas, deciden la felicidad o la desgracia de su vida.

Si un joven tiene padres o abuela alcohólicos o tuberculosos; si su tempera- mento es disipado y ardiente; si alguno de sus tíos o parientes es loco; si existe en la familia alguna mezcla no muy visible de cursilería, como dicen los españoles; todo eso influye en la vida y trae, casi siempre, desgracia en el hogar. De aquí la oposición de los padres a ciertos matrimonios, llamada tiranía por los hijos, a quienes nunca faltan cómplices o encubridores en familias amigas, que les sirven de terceros, haciéndoles “buen tercio”.

“Lo más común es hallar en las fiestas un jovencito elegantemente ves- tido, de conversación agradable, a menudo brillante, de exterioridades atrayentes, que sabe presentarse en buen coche, propio o ajeno, en el Parque de Santiago, o en sillón de teatro, con orquídea en el ojal y guantes blancos. No le falta desplante, conoce el arte del empuje o de la ‘pecha’, hasta colocarse en primera fila. Habla al revés y al derecho de todas cuestiones, de hombres, de cosas, de letras y de política, sin entenderlas, por cierto; lo critica todo, sin que dejen de ser pasto de su maledicencia la honra de las mujeres ni la integridad de los hombres. A él le constan los escándalos. Si puede meter en la conversación alguna gracia, no vacila en burlarse del sabio, del escritor o del político, a quienes mira con el más profundo menosprecio. Es capaz de burlarse de su padre. No cree en cosa alguna, a pesar de que, si le conviene, suele ponerse esclavina en las procesiones.

“Está cariado hasta la médula, como diente viejo, por depravación, por cál- culo, por deseo de surgir, de alcanzar honores y fortuna, sin recurrir al tra- bajo; por brutal y egoísta anhelo de los parásitos sociales que se aferran a vestidos de mujeres, a la mesa de los ricos, al salón de los poderosos. Siempre cuidan sus personitas; no se les verá en las filas del ejército en las horas de peligro, indiferentes como son a los triunfos o a las desgracias de la patria. Pero no descuidarán el mejor puesto cuando se trate del reparto del botín, sacando entonces garras de cernícalo. Esos pechadores insolentes y buenos mozos, disimulados y astutos, cazadores de dotes, enamorados de vida fácil, de buena mesa, de copa llena y de la mujer del prójimo, esos aspirantes a mano de niña rica y a vida ociosa, forman legión, son tan innumerables como las estrellas del cielo y como las arenas del mar…

 

***

 

Otro acceso de tos interrumpió al viejo, que no recordaba el haber hablado tan largo en los anales de su vida. Gabriela, intensamente pálida, lo escuchaba en silencio. Su brazo tiritaba ligeramente, como pudo notarlo su padre, y un movimiento de lástima le hizo detenerse en sus observaciones, que pisoteaban tantas y tantas ideas juveniles, produciendo trastorno completo en el concepto del mundo por ella formado. Sólo que si las palabras de don Leonidas podían alterar las ideas de su hija, no eran parte a variar sus sentimientos, pues, según la profunda frase de un filósofo, “el corazón tiene razones que el entendimiento ignora”.

Luego, virando rápidamente, para borrar la impresión excesiva que temía producir, añadió el caballero:

—Felizmente, hay un corto número de hombres que a mí me gusta; los de combate, los que se agarran mano a mano con la vida, sin pararse en barras, y luchan contra todas las dificultades, la pobreza, la indiferencia de los más, el egoísmo general, el desprecio de los afortunados, el eterno desdén de los que han nacido más arriba y se consideran semidioses por el hecho de criarse en cuna dorada. Esos que dan y reciben golpes sin pedir cuartel, y que suben a fuerza de talento, de estudio, de constancia y de trabajo, me agradan a mí en extremo; esos que van con los pantalones remendados y zapatos de doble suela, tiritando de frío, a sus clases de medicina; esos que se levantan con el alba a estudiar y que sueñan con redimir el mundo con poner algún día su patria a la cabeza del continente, mientras golpean, una contra otra, sus manos azuladas por el frío, ésos me son simpáticos. Pero la vida es lucha feroz, en que los hombres se muerden y se arrancan trozos de carne a dentelladas. El que surge, se levanta ya gastado, coloreando en sangre, con el brazo roto, viejo en plena juventud. En el camino, al ver cerradas las puertas de la alta sociedad, se ha casado con alguna mujer, a quien arrastrará más tarde como bala de cañón atada al pie, olvidando, en las horas de fortuna y de honores, a la compañera de los tiempos difíciles, que le sigue con los remordimientos de su pobreza y de sus amarguras. Esta especie de hombres no será la que tú encuentres en el camino, y si la hallaras, acaso tu madre y toda la familia te moviera guerra, pues nosotros no aceptamos sino a los bien nacidos, a los adinerados, a los vencedores, no a los que pueden vencer; a los de cuna dorada, a los que juntan halagos de juventud y de dinero al prestigio del nombre heredado y formado desde antaño. En este bolsón de lotería meten ustedes la mano a ciegas…

Don Leónidas seguía caminando lentamente, haciendo crujir el camino de conchas, apoyado en el brazo de Gabriela, que inclinaba su cabeza, pensativa. Un rayo de sol, a través de las ramas de los árboles, venía a juguetear con su cabellera rubia, ondeada según el peinado de moda. Por las ramas saltaba, cantando, un jilguero, y en la atmósfera luminosa dilatábanse la paz de los campos, la feliz tranquilidad tan apacible del caer de la tarde.

Los jardines, recién regados, arrojaban bocanadas de olor a reseda y de ese otro tan exquisito de la tierra húmeda.

—No puedo aceptar, papá, todo lo que usted dice –contestóle, con su voz ligeramente estremecida, Gabriela–. Bien comprendo que debo inclinarme ante su conocimiento del mundo y su experiencia de la vida, yo que la comienzo apenas; pero no creo que el mundo sea tan malo, ni que viva empeñado en esa lucha tan feroz; yo, por lo menos, no la veo. Suele suceder que cuando se reciben desengaños, uno se pone a dudar de todo, y genera- liza, como el inglés que al desembarcar en Francia se halló con una hotelera de mal humor y de cabellera roja, por lo cual apuntó en su libro: “Todas las fondistas francesas tienen el pelo colorado y mal genio”. ¿Acaso porque en su vida le han tocado ingratos o malos amigos cree usted que los demás hombres lo sean? ¿A dónde iríamos a parar si las niñas cuyos padres tuviesen fortuna creyesen que los jóvenes se les acercaban por dinero? Ya no nos quedaría sino el convento, la soledad, el alejarnos de un mundo lleno de corrupción y de bajeza. Muchas de mis amigas se han casado o tienen sus novios, y viven felices, a pesar de que no poseen fortuna. Yo no puedo creer que el dinero sea en este mundo una maldición; por el contrario, sirve para soportar las horas difíciles, las dificultades materiales de los primeros tiempos. No crea usted que yo he dejado de ver en bailes y fiestas a esos tipos de cazadores de dotes de que habla usted; no son tan difíciles de describir, aun para los olfatos más juveniles. Créame que existe en las mujeres un sexto sentido de adivinación, para saber cuándo se acerca a ellas el hombre verdaderamente digno de su cariño y de su respeto. Hay un latir apresurado del pecho, se experimentan sorpresa, angustia deliciosa, una zozobra rara, que parecen decirnos: “Ese que se acerca es el elegido de tu corazón; ése, quien te hará feliz por todos los días de la vida, y sin el cual sentirás el vacío eterno; con él puedes pasar pobrezas, enfermedades, soledades, amarguras, y, sin embargo, la vida será color de rosa. Su voz, su andar, su figura, te parecerán únicos; es el hombre. Y cuando se aleje quedarán vibrando sus palabras en tu oído, y hasta recordarás el acento con que te dijo tal o cual frase de esas que sólo él sabe decir. Bastará una sola de sus miradas, cargadas de fluido magnético y de poder misterioso, para que la voluntad se do- blegue, vencida, ante la dulzura irresistible de la súplica”. A mí me parece que las mujeres, cuando aman, experimentan algo parecido… ¿Soy demasiado expansiva? ¿Acaso franca en extremo?

—¡Pobre Gabriela mía! –interrumpióle con voz queda, el caballero, mirándola de hito en hito, con la ternura de los padres cuando leen el porvenir de sus hijos como en libro abierto–. ¡Quiera Dios que me engañe! Pero me parece que estás destinada a ser víctima eterna de la vida. Eres tan confiada como sincera, y lo que domina en tu alma es el corazón puro y de niño, que, por no comprender ni la sombra del pecado, está pronto a ser víctima de explotaciones sentimentales, que no por ser las más disimuladas son las menos peligrosas. A ti te engañaría un niño chico; nada comprendes aún de las comedias inconscientes del sentimiento, insinuadas o avivadas por intereses, por egoísmo o espíritu de lucro, por las mil formas repugnantes del cálculo. Vas a entregar tu corazón al primer hombre que te dirija una mirada ardiente, con la misma facilidad con que el cordero entrega su blanca lana. ¿Pero qué raro es que a ti te engañen, si la mayor parte de los seres humanos viven perturbados, corriendo perpetuamente tras quimeras, en pos de sombras? Desde luego, nadie se conoce, ni existe armonía entre estos tres valores: lo que somos en realidad de verdad; lo que nosotros creemos ser en nuestro fuero interno, y lo que el mundo juzga que somos. En seguida viene la imaginación y todo lo abulta y todo lo transforma, convirtiendo hechos insignificantes en montañas, sea creándonos desgracias inminentes, que no vienen; sea poniendo en nuestras manos, como próximos, la riqueza, el poder, la felicidad, que nunca llegan. La imaginación hace que el mundo viva fuera de la vida real, corriendo tras la sombra, esa imagen, ese reflejo fascinador que a todos nos engaña, ya lo creamos poder, ya riqueza, ya dicha, ya el amor, y que no es sino forma de la vanidad humana…, simplemente la sombra, que sólo llegamos a conocer cuando ya es tarde. La humanidad, como don Quijote, muere cuerda, después de haber vivido loca…

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