Por Ernesto Bustos Garrido
El escritor siciliano Andrea Camilleri, fallecido recientemente, (Porto Empedocle, Sicilia, 6 de septiembre de 1925 – Roma, Lacio, 17 de julio de 2019) inventó un personaje literario que se convirtió a poco andar en un héroe. Se trata del Comisario Montalbano. Y para ponerlo en la tierra, creó un pueblo al que bautizó como Vigata. Por supuesto que este pueblo de fantasía estaba ubicado en Sicilia, cerca o al lado de otro, real, Porto Empedocle, que es el lugar donde nació el propio Camilleri. Con estos elementos escribió más de treinta historias en forma de novela, que en su mayoría se transformaron en aplaudidas series televisivas.
Montalbano tiene más de cuarenta y menos de cincuenta años. Vive solo, pero no es fanático y cada cierto tiempo una enigmática y hermosa mujer lo visita. A veces ella, a veces él, son acosados por la idea de vivir juntos y hasta casarse, pero ahí está en encanto de la relación: ni tan adentro que te quemes ni tan afuera que te enfríes.
El comisario es trabajólico; vive más en el cuartel que en su casa. La gusta la buena mesa y sobre todo la lectura.
¿Qué lee Salvo Montalbano en los pocos momentos libres que le quedan después de perseguir a criminales y asesinos? Sidgrid Krauss, la editora en español de la obra de Camilleri, revela que los autores favoritos del comisario son los favoritos de su padre, es decir, Andrea Camilleri.
Este, cuando escribe una novela con sus casos policiales, le hace leer, al detective, a Luigi Pirandello, por ejemplo; también a Leonardo Sciascia, un autor italiano de nota en el mundo. En el velador de Montalbano se pueden encontrar libros de otros autores que Camillera admira. Puede ser un libro de poesía del galés Dylan Thomas u otro sobre la lírica de T.S. Eliot. En ocasiones, el comisario toma un libro de William Faulkner y se atiborra hasta la médula con la prosa que caracterizó a los escritores del llamado «Sur profundo» y que encabezó el autor de Santuario y El río y la furia.
Sin embargo, hay dos autores que no lo dejan dormir. Uno de ellos es Jorge Luis Borges. Camilleri nunca ocultó su admiración por el argentino. «Misteriosamente, dice Joaquín Armada en su blog «Después del hipopótamo«, el nombre del escritor, tras haber penetrado en su cabeza, ya no quería volver a salir. ¡Borges, Borges!, repetía una y otra vez. Y de pronto le acudió a la memoria una media página, o todavía menos, del autor argentino leída tiempo atrás”. Así, en sólo cuatro líneas de ‘El primer caso de Montalbano’, Camilleri nos devuelve a los años 80 –cuando aún se podía vivir la experiencia de comprar el último Borges– y nos muestra las lecturas de su personaje.
Y el último entre muchos….
Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, España, 14 de junio de 1939 – Bangkok, Tailandia, 18 de octubre de 2003) y Camilleri fueron amigos y se juntaron varias veces. Se reían de ellos mismos. «Parecemos o somos dos viejos dinosaurios».
Camilleri tomó el apellido de Montalbán para bautizar al personaje principal de su saga policial, el Comisario Montalbano. Tomó también algunos rasgos del inspector Pepe Carvalho, el investigador del delito que nació de la imaginación inagotable de Vázquez Montalbán. Este fue el homenaje que le rindió en vida.
Sin ser cursi, me atrevo a decir que ahora los dos están juntos, donde los buenos amigos se reúnen a fumar, mirar las pantorrillas a las chicas, y echarse «al buche» un buen trago de vino tinto de la Toscana.
Nota: “buche”, expresión popular chilena que se refiere a la parte interior del cuello, la garganta. También entre bebedores se usa la palabra coloquial «guarguero».
***
La forma del agua
(Primera novela con las historias del comisario Salvo Montalbano; fragmento)
Andrea Camilleri
La luz del amanecer no penetraba en el patio de la Splendor, la empresa adjudicataria de la limpieza urbana de Vigata. Unas densas y grises nubes cubrían enteramente el cielo, como si alguien hubiera tendido un toldo de color gris de una cornisa a otra. No se movía ni una sola hoja. El siroco (viento del mediterráneo que viene del norte de África) tardaba en despertarse de su plúmbeo sueño, y el simple hecho de intercambiar unas palabras producía cansancio. Antes de repartir las tareas, el jefe anunció que, aquel día y los siguientes, Peppe Schèmmari y Caluzzo Brucculeri estarían ausentes por motivos justificados. Unos motivos más que justificados: ambos habían sido detenidos la víspera cuando intentaban robar a mano armada en un supermercado. Los puestos que habían dejado vacantes Peppe y Caluzzo fueron asignados a Pino Catalano y Saro Montaperto, unos jóvenes arquitectos técnicos, debidamente desempleados como arquitectos técnicos. Ambos habían sido contratados en calidad de «agentes ecológicos» eventuales gracias a la generosa intervención del honorable Cusumano, a cuya campaña electoral se habían entregado en cuerpo y alma (exactamente en este orden: el cuerpo hizo mucho más de lo que el alma estaba dispuesta a hacer).
Concretamente se les había asignado el sector del aprisco, llamado así porque, al parecer, en tiempos inmemoriales un pastor lo había utilizado para sus cabras. Se trataba de una ancha franja de bosque bajo mediterráneo a las afueras del pueblo, que se extendía casi hasta el pilón y detrás de la cual se levantaban las ruinas de una gran fábrica de productos químicos. Esta fábrica había sido inaugurada por el omnipresente honorable Cusumano cuando el viento soplaba a favor de las fabulosas y crecientes fortunas; pero, después, el «vientecillo» se transformó en una ligera brisa hasta que finalmente cesó del todo, no sin antes haber provocado más daños que un tornado y dejado a su espalda una estela de parados y acogidos al fondo de garantía salarial. Para evitar que las multitudes de negros y no tan negros que recorrían el pueblo —senegaleses, argelinos, tunecinos y libios— anidaran en aquella fábrica, se había construido un muro a su alrededor. Un muro por encima del cual asomaban todavía las estructuras corroídas por la intemperie, la desidia y la sal marina, cada vez más parecidas a la arquitectura de un Gaudí, bajo los efectos de los alucinógenos.
Hasta hacía muy poco tiempo, para los que entonces se conocían por el poco elegante nombre de «basureros», el aprisco había sido una zona de trabajo extremadamente descansado: entre hojas de papel, bolsas de plástico, latas de cerveza y de coca-cola y cagadas mal enterradas o dejadas al aire, asomaba de vez en cuando un preservativo usado. Alguien con ganas y fantasía hubiera podido pararse a imaginar los detalles del encuentro. Pero, de un año a esta parte, los preservativos se habían convertido en un mar, una alfombra, desde que un ministro de rostro oscuro e impenetrable, digno de una clasificación lombrosiana, extrajera de su cabeza, todavía más oscura e impenetrable que su rostro, una idea para solucionar los problemas de orden público del sur. Dicha idea se la había comunicado a un compañero suyo con cargo en el Ejército y que casi parecía sacado de una ilustración de Pinocho. Ambos decidieron enviar a Sicilia unos cuantos contingentes militares destinados a «controlar el territorio» y aliviar la tarea de los carabineros, policías, servicios de información, núcleos operativos especiales, Policía Judicial, agentes de tráfico, vigilancia ferroviaria y portuaria, miembros de la Jefatura Superior de Policía, grupos antimafia, antiterrorismo, antidroga, antirrobo, antisecuestro y de muchos otros, omitidos para abreviar, que realizan tareas muy diversas. Gracias a la ocurrencia de los dos eminentes estadistas, un grupo de niñatos piamonteses e imberbes friulanos de reemplazo que hasta entonces se habían deleitado respirando el aire puro y punzante de sus montañas, de la noche a la mañana, se habían visto resollando afanosamente y viviendo en alojamientos provisionales en unos pueblos que se encontraban poco más o menos a un metro de altura sobre el nivel del mar, entre gente que hablaba un dialecto incomprensible, a base de silencios más que de palabras, y que se expresaba con movimientos de cejas indescifrables y fruncimientos imperceptibles.
Se habían adaptado lo mejor que habían podido, gracias a su juventud y a la mano que les habían echado los propios vigateses, conmovidos por el aspecto desvalido y desarraigado de aquellos mozos forasteros. Pero quien de verdad se había encargado de suavizar la dureza de su exilio había sido Gegè Gullotta, un hombre de ingenio desbordante, obligado hasta aquel momento a reprimir sus naturales dotes de rufián bajo el disfraz de pequeño camello.
Tras enterarse, tanto por medio de artimañas como por vías ministeriales, de la inminente llegada de los soldados, Gegè había tenido una idea genial, y, para ponerla en práctica, había recurrido de inmediato a la persona adecuada para obtener los innumerables, complicados e indispensables permisos. Esta persona era la que realmente controlaba el territorio, y por su cabeza no pasaba, ni de lejos, la posibilidad de expedir licencias en papel timbrado. En resumen, Gegè pudo inaugurar en el aprisco su mercado especializado en carne fresca y en una amplia variedad de drogas blandas. La carne fresca procedía en buena parte de los países del Este, liberados del yugo comunista, el cual, como es bien sabido, negaba toda dignidad a las personas. Ahora, entre los matorrales y el arenal del aprisco, la reconquistada dignidad volvía a brillar de noche en su máximo esplendor. Pero tampoco faltaban mujeres del Tercer Mundo, travestis, transexuales, mariconzuelos napolitanos y viados brasileños.
Los había para todos los gustos —un auténtico derroche, una orgía—, y el comercio prosperó para gran satisfacción de los militares, de Gegè y de la persona que le había concedido los permisos a cambio de unos justos porcentajes.
Pino y Saro se encaminaron a su puesto de trabajo empujando cada uno su carrito. Para llegar al aprisco se tardaba media hora caminando despacio, como ellos estaban haciendo. Se pasaron el primer cuarto de hora sin decir nada, ya sudados y pegajosos. Después, Saro rompió el silencio.
—Ese Pecorilla es un cabrón —proclamó.
—Un grandísimo cabrón —confirmó Pino.
Pecorilla era el jefe que se encargaba del reparto de los lugares que había que limpiar, y era evidente que odiaba con toda su alma a cualquiera que tuviera estudios, él, que a los cuarenta años sólo había conseguido aprobar el tercer curso de enseñanza primaria, y eso gracias a que Cusumano le había puesto las peras a cuarto al maestro. De ahí que siempre se las arreglara para que el trabajo más humillante y difícil recayera sobre los tres diplomados que tenía a sus órdenes. En efecto, aquella misma mañana había encargado a Ciccu Loreto el tramo del muelle del que zarpaba el barco correo rumbo a la isla de Lampedusa. Lo que significaba que Ciccu, contable de profesión, se vería obligado a contar con las toneladas de basura que las manadas de ruidosos turistas —eso sí, multilingües—, hermanados por un total desprecio por la higiene personal y pública, dejaban tras de sí los sábados y los domingos mientras esperaban a embarcar. Pino y Saro también encontrarían en el aprisco un desastre parecido después de dos días de permiso de los militares.
Al llegar al cruce de via Lincoln con viale Kennedy (en Vigàta había también un patio Eisenhower y un callejón Roosevelt), Saro se detuvo.
—Paso un momento por casa para ver cómo está mi crío —le dijo a su amigo—. Espérame, será sólo un minuto.
Sin aguardar la respuesta de Pino, Saro cruzó el portal de uno de aquellos rascacielos enanos de doce pisos como máximo, construidos aproximadamente en la misma época que la fábrica de productos químicos y devastados tan prematuramente como ésta, pero no abandonados. A los viajeros que llegaban por mar, Vigàta se les presentaba como una caricatura de Manhattan a escala reducida: de ahí, quizá, los nombres de esas calles.
Nenè, el crío, permanecía en vela. Por la noche dormía como mucho dos horas, y el resto del tiempo se lo pasaba con los ojos abiertos y sin llorar. ¿Dónde se había visto un chiquillo que no llorara nunca? Día tras día, lo consumía un extraño mal, sin remedio conocido, que los médicos de Vigàta eran incapaces de curar.
Tendrían que haberlo llevado a un buen especialista de fuera, pero era muy caro. En cuanto sus ojos se cruzaron con los de su padre, Nenè se puso de mal humor y en su frente se dibujó una arruga.
No sabía hablar, pero con aquel mudo reproche mortificaba a quien consideraba responsable de su situación.
—Está un poquito mejor, le está bajando la fiebre —le dijo Tana, su mujer, sólo para no disgustarlo.
El cielo se había despejado y ahora lucía un sol capaz de partir las piedras. Saro ya había vaciado diez veces su carretilla en el vertedero, abierto por iniciativa privada donde antaño se encontraba la salida posterior de la fábrica, y tenía la espalda hecha polvo. Al llegar a un tiro de piedra del sendero que bordeaba el muro de protección y que daba acceso a la carretera provincial, vio en el suelo algo que despedía un intenso brillo. Se agachó para verlo mejor. Era un colgante enorme en forma de corazón, cuajado de diamantes y con un brillante tremendo en el centro, que aún pendía de una cadena de oro macizo, rota en un eslabón. Su mano derecha salió disparada, se apoderó del collar y lo introdujo en su bolsillo.
Saro tuvo la sensación de que la mano había actuado por su cuenta y riesgo, sin que el cerebro, todavía atontado por la sorpresa, le hubiera dicho nada. Se incorporó chorreando sudor y miró a su alrededor, pero no había ni un alma.
Pino, que había elegido el trozo de aprisco más cercano al arenal, de repente reparó en el morro de un coche que, a unos veinte metros de distancia, asomaba por un matorral más denso que los demás.
Se detuvo perplejo; no era posible que alguien se hubiera demorado hasta aquella hora, las siete de la mañana, para follar con una puta.
Se acercó cautelosamente, avanzando de puntillas y casi doblado por la mitad. Al llegar a la altura de los faros delanteros, enderezó de golpe la espalda. No ocurrió nada, nadie le dijo que se metiera en sus asuntos; el coche parecía estar vacío. Se acercó un poco más. En el asiento del copiloto vio la borrosa silueta de un hombre inmóvil, con la cabeza echada hacia atrás. Tenía aspecto de estar profundamente dormido, pero a Pino había algo que no le cuadraba. Se volvió y empezó a dar voces, llamando a Saro. Éste llegó echando los bofes, con los ojos como platos.
—¿Qué pasa? ¿Qué coño quieres? ¿Qué mosca te ha picado?
Pino percibió en las preguntas de su amigo cierta agresividad, pero lo atribuyó a la carrera que se había pegado para reunirse con él.
—Fíjate en eso.
Armándose de valor, Pino se acercó al lado del conductor e intentó abrir la portezuela sin conseguirlo, pues el coche tenía puesto el seguro. Con la ayuda de Saro, que ahora ya parecía un poco más tranquilo, trató de alcanzar la otra puerta, contra la cual se apoyaba parte del cuerpo del hombre, pero no pudo porque el coche, un impresionante bmw de color verde, estaba tan pegado al seto que no permitía que nadie se acercara por aquel lado. Sin embargo, asomándose y arañándose la piel con las zarzas, lograron ver el rostro del hombre. No dormía, tenía los ojos abiertos e inmóviles. Al darse cuenta de que la había palmado, Pino y Saro se quedaron helados del susto: no por la contemplación de la muerte, sino porque habían reconocido al muerto.
—Es como si estuviera en una sauna —dijo Saro, corriendo por la carretera provincial hacia una cabina telefónica—. Un chorro frío y un chorro caliente.
Una vez superada la parálisis inicial al reconocer la identidad del muerto, ambos se pusieron de acuerdo: antes de informar a los representantes de la ley, tenían que hacer otra llamada. Se sabían de memoria el número del honorable Cusumano, y Saro lo marcó, pero en el último momento Pino no permitió que diera ni un solo tono.
—Cuelga ahora mismo —dijo.
Saro lo hizo en una especie de acción refleja.
—¿No quieres que le avisemos?
—Vamos a meditarlo un momento, hay que pensarlo muy bien, el caso es serio. Mira, tanto tú como yo sabemos que el honorable es una marioneta.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que es una marioneta en manos del ingeniero Luparello, quien realmente es, mejor dicho, era el que importaba. Muerto Luparello, Cusumano no es nadie; es una pura mierda.
—Entonces, ¿qué?
La forma del agua
—Entonces nada.
Se encaminaron hacia Vigàta, pero, a los pocos pasos, Pino detuvo a Saro. —Rizzo —dijo.
—Yo a ese no lo llamo, me da miedo, no lo conozco.
—Yo tampoco, pero lo llamaré de todos modos.
Pino consiguió el número a través del servicio de información.
Eran casi las ocho menos cuarto, pero Rizzo contestó al primer tono.
—¿El abogado Rizzo?
—Sí, soy yo.
—Perdone que lo moleste a estas horas, señor abogado… Hemos encontrado al ingeniero Luparello… creemos que está muerto.
Hubo una pausa. Luego, Rizzo habló.
—¿Y por qué me lo cuenta a mí?
Pino se sorprendió. Esperaba cualquier cosa menos aquella respuesta.
—Pero ¿cómo? ¿Acaso no es usted… su mejor amigo? Nos hemos sentido en la obligación…
—Se lo agradezco. Pero ante todo es necesario que cumplan ustedes con su deber. Buenos días.
Saro había escuchado la conversación con la mejilla pegada a la de Pino. Ambos se miraron, perplejos. Era como si le hubieran dicho a Rizzo que habían encontrado un cadáver anónimo.
—Pero ¿qué coño es esto? Era amigo suyo, ¿no? —dijo repentinamente Saro.
—Vete tú a saber. A lo mejor, últimamente estaban peleados —replicó Pino.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
—Vamos a cumplir con nuestro deber, como ha dicho el abogado —contestó Pino.
Se dirigieron a la comisaría del pueblo. La idea de acudir a los carabineros ni se les pasó por la antesala del cerebro, pues los mandaba un teniente milanés. En cambio, el comisario era de Catania, se llamaba Salvo Montalbano y, cuando quería entender una cosa, la entendía.
Fragmento de La forma del agua, de Andrea Camilleri, Editorial Salamandra
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