Aire en las colinas. Las cartas de Juan Rulfo a Clara

Clara Aparicio, Juan Rulfo, cartas
Clara Aparicio, esposa de Juan Rulfo. La fotografía fue tomada por el propio Rulfo en 1948, año en que se casaron

AIRE EN LAS COLINAS, Las cartas de Juan Rulfo a Clara

Por Ernesto Bustos Garrido

Los biógrafos de Juan Rulfo aún no se ponen de acuerdo respecto de algunos detalles de la vida del autor de El llano en llamas y Pedro Páramo. Se dice que cuando niño estuvo en un internado, pero algunos aseguran que estuvo encerrado en una casa correccional. También se habla de una estadía en un seminario, porque iba a abrazar la vida religiosa. El último debate se relaciona con el número de cartas que el joven Juan le dirigió a su enamorada, Clara Angélica Aparicio Reyes, desde que decidió declararle sus sentimientos, y cuando la distancia –Clara en Jalisco y Juan en Ciudad de México– lo empujó al trance epistolar. Algunos hablan de 80 cartas; otros de 81. En el libro Aire de las colinas: Cartas a Clara (Editorial Sudamericana, 2000, Buenos Aires) aparecen 81 misivas, rigurosamente clasificadas por fechas de elaboración. Cubren un período que va desde 1944 a 1950. Nos vamos a quedar con esta última cifra, aunque no sea la definitiva.

¿Cuál fue la motivación para que un joven provinciano de 27 años comenzara a escribir estas confesiones de amor?

Sin duda la melancolía. Fernando Pessoa dice que “todas las cartas de amor son ridículas”. Quizás tenga razón. En las cartas de amor es donde el hombre, especialmente el macho, desnuda su alma y por momentos deja de ser el mono mayor, el jefe de la manada, enhiesto, invencible, todopoderoso, para transformarse en un corderito, en un cachorro de lobo de pocos días. Quien alguna vez escribió una o varias cartas de amor sabe del tema.

Corre el año 1945. La Segunda Guerra está por terminar. En México lo que más preocupa es la sucesión del mando. Los sectores políticamente activos quieren saber quién es “el tapado”, es decir, el hombre designado por la jerarquía del PRI (Partido Revolucionario Institucional) para ser el próximo Presidente de la República. Juan, con apenas 27 años, debe seguir a un tío que va a la capital del país. Días o semanas antes de la partida le pide a su enamorada que sea su mujer. Clara (se trata de ella), once años menor que él, no se siente madura para convertirse en esposa, aunque lo ama. Entonces le dice y le exige que espere, que vaya a la capital y después se verá. El plazo es de tres años. Juan, quien en realidad se llama Juan Nemopuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, experimenta quizás el duelo más grande de su vida. Lo confiesa en la conocida Carta Uno. Pero no se deja abatir. Ya lo ha decidido: ella será su fuente de inspiración para escribir, aunque no tiene muy claro qué.

Y así sucede: las Cartas a Clara son fundacionales de la escritura de Rulfo. Son el fuego de su inspiración, la calma para frenar ímpetus perturbadores; es el cauce por donde correrá el torrente creador del artista literario más grande e importante de México.

Tan importantes son estas Cartas a Clara en la construcción del estilo “rulfiano” que Gabriel García Márquez compara a Juan con Sófocles, es decir, con unos de los fundadores de nuestra civilización. Al respecto se cuenta una anécdota relacionada con el Premio Nobel y la influencia de Rulfo en él. Dice que estaba un día en su departamento machacando la máquina de escribir. De pronto tocan a la puerta. Era Álvaro Mutis, uno de sus amigos predilectos, quien lo viene a ver.

“Álvaro –cuenta el Gabo– subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros. Separó del montón el más pequeño y corto y me dijo muerto de la risa: ¡Lea esta vaina, carajo, para que aprenda!” Era Pedro Páramo, recordaría años más tarde Gabriel. “Aquella noche – confiesa– no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leía la “Metamorfosis” de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá, había sufrido una conmoción semejante”.

Cartas a Clara, Juan Rulfo
El aire de las colinas. Cartas a Clara (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2000)

Con estas cartas a la joven Clara Aparicio, Rulfo adiestró y forjó su capacidad creativa. Con ellas y en ellas plasmó las ideas que más tarde dieron vida a las trescientas páginas que contienen los diecisiete cuentos reunidos en El llano en llamas y Pedro Páramo, su “ópera prima”.

Así lo sostiene uno de sus biógrafos más reconocidos, Alberto Vital, prologuista del libro que contiene las 81 cartas de Juan a Clara, miembro del Centro de Estudios Literarios e Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

“Hace cincuenta años una carta era pretexto para la charla y el juego, para la reflexión que matiza y la confesión que tiene largas consecuencias; para, en fin, la levedad y la profundidad. Era también el espacio del acuerdo cotidiano y de las aclaraciones más bien urgentes. Y si la alquimia de Rulfo da tesitura oral al texto escrito y trascendencia poética a viejas voces, a historias oídas, inventadas y vividas de niño, las cartas a Clara son un ejercicio con el cual la mano (su mano) se relaja, toma confianza y se mantiene ágil y con el cual algunas expresiones populares hijas de la boca y del tímpano, se aclimatan al papel, cuya dimensión ausente, el volumen –el volumen de la vida- resurge justo gracias a la feliz pertinencia del estilo”.

Juan y Clara, finalmente, se casaron el 24 de abril de 1948, habiéndose cumplido matemáticamente los tres años que ella le dictaminó a su tenaz enamorado, cuando él la urgió, poco antes de viajar a Ciudad de México, a fuese su esposa, ante Dios y ante las leyes.

 

 

 

LA CARTA UNO

 

Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu nombre; en las ramas altas, lejanas; en las ramas que están junto a nosotros, se oye.

Se oye como si despertáramos de un sueño en el alba.

Se respira en las hojas, se mueve como se mueven las gotas del agua.

Clara: corazón, rosa, amor…

Junto a tu nombre el dolor es una cosa extraña.

Es una cosa que nos mira y se va, como se va la sangre de una herida; como se va la muerte de la vida.

Y la vida se llena con tu nombre: Clara, claridad esclarecida.

Yo pondría mi corazón entre tus manos sin que él se rebelara.

No tendría ni así de miedo, porque sabría quién lo tomaba.

Y un corazón que sabe y que presiente cuál es la mano amiga, manejada por otro corazón, no teme nada.

¿Y qué mejor amparo tendría él, que esas tus manos, Clara?

He aprendido a decir tu nombre mientras duermo. Lo he aprendido a decir entre la noche iluminada.

Lo han aprendido ya el árbol y la tarde…

y el viento lo ha llevado hasta los montes y lo ha puesto en las espigas de los trigales. Y lo murmura el río…

Clara:

Hoy he sembrado un hueso de durazno en tu nombre.

 

Guadalajara, Octubre de 1944

 

 

LA CARTA DOS

 

Hoy que vine de ti, sostenido a tu sombra, he mirado la noche.

He mirado las nubes en la noche como lágrimas alrededor de la luna clara;

los árboles oscuros, las estrellas blandas.

Hoy he visto cómo por todas partes la noche era muy alta.

Y me detuve a mirarla como se detiene el que descansa.

Clara:

Hoy se murió el amor por un instante y creí que yo también agonizaba.

Fue a la hora en que diste con tus manos aquel golpe en la mitad de mi alma.

Y que dijiste: tres años, como si fuera tan larga la esperanza…

Hoy caminé despacio pensando en tus palabras.

Oyendo los ruidos del pájaro que duerme y los ruidos del ansia.

Del ansia que nos mancha la congoja de no poder ser omnipotentes para labrar una piedad dentro de otra alma.

Con todo, tres años no son nada. No son nada para los muertos, ni para los que han asesinado lo que aman.

Tres años son, Clara, como querer cortar con nuestras manos un hilito de agua.

Y en esperar que pasen los tres años, el tiempo nunca pasa.

Clara:

Hoy que vine de ti, sostenido a tu sombra, me puse a mirar mi soledad y la encontré más sola.

 

Guadalajara, octubre 1944

 

Nota: Juan Rulfo escribió estas cartas poco antes de partir con un tío materno a Ciudad de México.

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