3 historias cortas de Petronio

Hoy os ofrecemos tres historias cortas del escritor latino Petronio, de nombre completo Cayo Petronio Arbiter. No sabemos gran cosa de él, más allá de lo que nos contó el historiador Tácito. Al parecer fue un hombre de mundo, elegante, con ciertas aptitudes sociales que le iban a servir para organizar algunos de los espectáculos que se celebraban en la corte de Nerón.

Pero dime con quién te juntas… En fin, le acusaron de haber participado en una conjura contra Nerón y eso hizo que se suicidara (en el año 65 o 66). Antes tuvo tiempo de redactar algunos de los crímenes de tan dañino emperador.

Su obra más famosa es El Satiricón, un mosaico de las costumbres romanas del siglo I, por lo general obscenas. Después de dos siglos de su redacción, las narraciones breves de Petronio siguen deleitándonos. Y, como muestra, aquí tenéis tres botones. Disfrutadlas.

 

Historia corta de Petronio: La matrona de Éfeso

En Éfeso había una matrona con tal fama de honesta que incluso, desde países vecinos, las mujeres venían a conocerla. Cuando perdió a su esposo, no se contentó con acompañarlo tras el cortejo fúnebre, con la cabellera despeinada y golpeándose el pecho desnudo ante los ojos de todos, como era costumbre popular, sino que fue con su difunto esposo hasta su tumba y, luego de depositarlo en el hipogeo, se consagró a velar el cuerpo y a llorarlo día y noche. Sus padres y familiares no pudieron apartarla de su aflicción y de su intento de morir por hambre. Hasta los magistrados dejaron de intentarlo al verse rechazados por ella.

Todos lloraban como si ya hubiera muerto a aquella mujer que daba ejemplo sin igual, consumiéndose desde hacía ya cinco días sin probar bocado. La acompañaba una sirvienta muy fiel que compartía su llanto y que, cuando comenzaba a apagarse, renovaba la llama de la lamparilla que alumbraba el sepulcro. En la ciudad sólo se hablaba de la abnegación de esta mujer, y hombres de toda condición social la ponían como ejemplo único de castidad y amor conyugal.

En ese tiempo el gobernador de la provincia ordenó crucificar a varios ladrones cerca de la cripta en donde la matrona lloraba la muerte de su marido. Durante la noche siguiente a la crucifixión, un soldado, que vigilaba las cruces para impedir que alguno desclavase los cuerpos de los ladrones para sepultarlos, notó una lucecita que titilaba entre las tumbas y oyó los lamentos de alguien que lloraba. Llevado por la curiosidad, quiso saber quién estaba allí y qué hacía. Bajó a la cripta y, al descubrir a una mujer de extraordinaria belleza, quedó paralizado de miedo, creyendo hallarse frente a un fantasma o una aparición. Pero, cuando vio el cadáver tendido, las lágrimas de la mujer y su rostro rasguñado, se dio cuenta de que estaba ante una viuda desconsolada. Llevó a la cripta su cena de soldado y comenzó a exhortar a la afligida mujer para que no se dejara dominar por aquel dolor inútil ni llenara su pecho con lamentos sin sentido.

–La muerte –dijo– es el fin de todo lo que vive: el sepulcro es la última morada de todos.

Acudió a todo lo que suele decirse para consolar a las almas embargadas de dolor. Pero esos consejos de un desconocido exacerbaban a la matrona en su padecer y se golpeaba más duramente el pecho, se arrancaba mechones de cabellos y los arrojaba sobre el cadáver. El soldado, sin desanimarse, insistió, tratando de hacerle probar su cena. A1 fin, la sirvienta, tentada por el olorcito del vino, no pudo resistir la invitación y alargó la mano a lo que les ofrecía, y cuando recobró las fuerzas con el alimento y la bebida, comenzó á atacar la terquedad de su ama:

–¿De qué te servirá todo esto? –le decía–. ¿Qué ganas con dejarte morir de hambre o enterrada, entregando tu alma antes que el destino la pida? Los despojos de los muertos no piden locuras semejantes. Vuelve a la vida. Deja de lado tu error de mujer y goza, mientras sea posible, de la luz del cielo. El mismo cadáver que está ahí tiene que bastarte para que veas lo bella que es la vida. ¿Por qué no escuchas los consejos de un amigo que te invita a comer y a no dejarte morir?

Al fin la viuda, agotada por los días de ayuno, depuso su obstinación y comió y bebió con la misma ansiedad con que lo había hecho antes la sirvienta.

Se sabe que un apetito satisfecho produce otros. El soldado, entusiasmado con su primer éxito, cargó contra su virtud con argumentos semejantes.

–No es mal parecido ni odioso este joven… –se decía la matrona, que además era acuciada por la sirvienta que le repetía:

–¿Te resistirás a un amor tan dulce? ¿Perderás los años de juventud? ¿A qué esperar más tiempo?

Después de haber satisfecho las necesidades de su estómago, la mujer no dejó de satisfacer este apetito… y, así, el soldado tuvo dos triunfos. Se acostaron juntos no sólo esa noche sino también el día siguiente y el otro, cerrando bien las puertas de la cripta de modo que si pasara por allí algún familiar o un desconocido, creyesen que la fiel mujer había muerto sobre el cadáver de su esposo. El soldado, fascinado por la hermosura de la mujer y por lo misterioso de estos amores, compraba de todo lo mejor que su bolsa le permitía y, al caer la noche, lo llevaba al sepulcro.

Pero he aquí que los parientes de uno de los ladrones, notando la falta de vigilancia nocturna, descolgaron su cadáver y lo sepultaron. El soldado, al hallar al otro día una de las cruces sin muerto, temeroso del suplicio que le aguardaría, contó lo ocurrido a la viuda:

–No, no –le dijo–, no esperaré la condena. Mi propia espada, adelantándose á la sentencia del juez, castigará mi descuido. Te pido, mi amada, que una vez muerto me dejes en esta tumba. Pon a tu amante junto a tu marido.

Pero la mujer, tan compasiva como virtuosa, le respondió:

–¡Que los dioses me libren de llorar la muerte de los dos hombres que más he amado! ¡Antes crucificar al muerto que dejar morir al vivo!

Una vez dichas estas palabras, le hizo sacar el cuerpo de su esposo del sepulcro y colgarlo en la cruz vacía. El soldado usó el ingenioso recurso y, al día siguiente, el pueblo admirado se preguntaba cómo un muerto había podido subir a la cruz.

3 historias cortas de Petronio

Historia corta de Petronio: El lobo

Logré que uno de mis compañeros de hostería –un soldado más valiente que Plutón– me acompañara. Al primer canto del gallo, emprendimos la marcha; brillaba la luna como el sol a mediodía. Llegamos a unas tumbas. Mi hombre se para; empieza a conjurar astros; yo me siento y me pongo a contar las columnas y a canturrear. Al rato me vuelvo hacia mi compañero y lo veo desnudarse y dejar la ropa al borde del camino. De miedo se me abrieron las carnes; me quedé como muerto: Lo vi orinar alrededor de su ropa y convertirse en lobo.
Lobo, rompió a dar maullidos y huyó al bosque.

Fui a recoger su ropa y vi que se había transformado en piedra.

Desenvainé la espada y temblando llegué a casa. Melisa se extrañó de verme llegar a tales horas.

–Si hubieras llegado un poco antes –me dijo– hubieras podido ayudarnos: Un lobo ha penetrado en el redil y ha matado las ovejas; fue una verdadera carnicería; logró escapar, pero uno de los esclavos le atravesó el pescuezo con la lanza.
Al día siguiente volví por el camino de las tumbas. En lugar de la ropa petrificada había una mancha de sangre.

Entré en la hostería; el soldado estaba tendido en un lecho. Sangraba como un buey; un médico estaba curándole el cuello.

* Capítulo LXII de El Satiricón

 

 

Historia corta de Petronio: Epitafio de una perra de caza

La Galia me vio nacer, la Conca me dio el nombre de su fecundo manantial, nombre que yo merecía por mi belleza. Sabía correr, sin ningún temor, a través de los más espesos bosques, y perseguir por las colinas al erizado jabalí. Nunca las sólidas ataduras cautivaron mi libertad; nunca mi cuerpo, blanco como la nieve, fue marcado por la huella de los golpes. Descansaba cómodamente en el regazo de mi dueño o de mi dueña y mi cuerpo fatigado dormía en un lecho que me habían preparado amorosamente. Aunque sin el don de la palabra, sabía hacerme comprender mejor que ningún otro de mis semejantes; y, sin embargo, ninguna persona temió mis ladridos.

¡Madre desdichada! La muerte me alcanzó al dar a luz a mis hijos. Y, ahora, un estrecho mármol cubre la tierra en donde descanso.

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